Borrar
Los malagueños del Holocausto

Los malagueños del Holocausto

Cruzaron los Pirineos al terminar la Guerra Civil, pero acabaron en manos de Hitler: casi 150 republicanos malagueños murieron en un campo de exterminio nazi de Mauthausen

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Viernes, 26 de enero 2018

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Junto con el de Auschwitz, Mauthausen fue el más sanguinario campo de exterminio del holocausto nazi. Durante la Segunda Guerra Mundial, en sus cámaras de gas dejaron su vida no solo judíos, también republicanos españoles, más de 7.000. Entre ellos, aproximadamente 1.100 eran andaluces y 148 malagueños, que escaparon del final de una Guerra Civil, perdida en 1939 ante Franco, para acabar muriendo a manos Hitler.

SUR recupera un reportaje publicado en mayo de 2004, donde se recogían testimonios de supervivientes y familiares: 'Mauthausen: estación final de dos guerras'. Con motivo del Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Málaga fue la localidad andaluza que más bajas registró, con 38 muertos. Entre 1941 y 1945, más de 7.000 españoles perdieron la vida en Mauthausen, en Austria, muy cerca de Linz.

Corría 1940. Había estallado la Segunda Guerra Mundial. En un vagón de madera, en el que apenas cabían 40 personas, viajaban durante tres días y tres noches, sin escalas. De pie, sobre sus propios excrementos, se hacinaban centenares de republicanos procedentes del campo de refugiados de Argelès, en Francia. Desconocían que su destino era Mauthausen, Austria. La muerte.

Los oficiales de la SS abrían las puertas y, a culatazos, los conducían por el camino de cuatro kilómetros que los separaba del campo. «¡Rotspanier!». Con el tiempo descubrían qué significaban cada uno de los insultos de sus carceleros. «¡Rojos españoles!». Cuentan los que sobrevivieron a Mauthausen que allí olía a carne quemada y a almendras amargas –el gas de de la muerte. Difícil de olvidar.

Al llegar al campo, los desnudaban en el patio donde, en el más crudo invierno, se registraban 12 grados bajo cero. Después, se separaban a los hombres de las mujeres y a los jóvenes de los viejos. Los ancianos, considerados inútiles para trabajar en la cantera, eran los primeros en ser gaseados. Al resto, se les despiojaba y vestía con el ‘drillich’, el traje a rayas, marcado con un número, un triángulo azul y una ‘S’ blanca, de ‘Spanien’.

Álvaro Mayén, de San Pedro, cuyas cenizas descansan hoy en Mauthausen, fue uno de aquellos republicanos españoles. Asunción, su hermana contaba a SUR que un día de 1937 su hermano pequeño marchó a una guerra fratricida y que jamás regresó. No conoce la senda que siguieron sus pasos. «Solo hacíamos correr y correr para huir», dice mientras una lágrima resbala por su mejilla. Un día sus caminos se separaron.

En 1939, la derrota republicana era inevitable. La batalla del Ebro fue el golpe definitivo que necesitaba el ejército autodenominado «nacional». Las tropas republicanas retrocedieron buscando el amparo de los Pirineos a través de Tarragona y Barcelona. Procesiones kilométricas de refugiados cruzaron la frontera francesa en busca de auxilio y se asentaron en los campos de refugiados de Argelès Sur Mer, Varcarès o Vernet.

En esos meses de 1939 en los que se luchó contra el hambre y la enfermedad estalló la Segunda Guerra Mundial y se instauró en Francia el gobierno colaboracionista de Vichy. Los republicanos españoles fueron obligados a marchar a la primera línea de combate, bajo la amenaza de ser entregados al gobierno franquista. Otras veces, engañados, caían directamente en manos de la Gestapo. Ese fue el viaje de 148 malagueños, desde su tierra, con estación final en Mauthausen.

Francisco Gómez Cañete. Cártama († 22-04-1941)

Una carta que presagió la tragedia

En cada golpe de azada se dejaba el alma. Francisco Gómez era un padre para sus cuatro hermanos y se sentía responsable de llenar cada día la cesta del pan de su madre, María Cañete. En el Cortijo Supraviela, en la Estación de Cártama, con apenas 17 años, trabajaba de sol a sol porque un día su progenitor marchó a buscar fortuna en América. Nunca volvió. «No sabemos por qué no regresó. Nos quedamos huérfanos», contaba la hermana de Francisco, Remedios Gómez. Cuando habló con SUR, a sus 91 años, conservaba una memoria prodigiosa.

Tanta que aún recuerda qué ocurrió con «su Francisco», como ella lo llamaba, mientras sujeta con mano temblorosa su fotografía con uniforme de miliciano. «Lo reclutaron a la fuerza, él no se quería ir a luchar a la Guerra Civil». Cuenta cómo se aferraba a su pecho otra Remedios, la que por aquel entonces era su novia.

El otro varón de la familia, Antonio, acompañó a Francisco al campo de batalla; no quiso dejarlo solo. Antonio fue encarcelado en Valencia, donde se separaron sus caminos. Nada se volvió a saber de Francisco en casa de los Gómez Cañete. Hasta 1940. «A mi abuela le llegó una carta desde Francia –recuerdaba Remedios– en la que mi tío les contaba que lo habían cogido prisionero los nazis».

Un día tras otro, María Cañete se aferraba a la esperanza de que Francisco volvería. «Enviaba cartas al consulado alemán en España», comenta su nieta. Hasta que en el 62, llegó otra carta. No era de Francisco, ni siquiera del consulado, sino de Cruz Roja Internacional. Francisco Gómez Cañete había muerto en Mauthausen.

Tres mil pesetas al mes a cargo del gobierno alemán nunca fueron pago suficiente para una familia en la que «San Francisco siempre era día de luto». María Cañete nunca pudo creer en aquella carta. Austria estaba demasiado lejos de Cártama. «Murió esperando ver a su Francisco entrar por la puerta», contaba Remedios.

Laureano Vallejo Román. Málaga, († 14-10-1941)

El puzle completado desde Rusia

Laureano Vallejo llegaba a casa harto de atender clientes en los ultramarinos La Riojana de la calle Císter, pero tenía tiempo de coger en brazos a su hermano Antonio, el pequeño de la casa, su favorito. «Lo recuerdo poco, yo solo tenía nueve años», contaba hace años un Antonio ya octogenario.

Con 20 años, Laureano se encargaba de mantener a la familia, porque su padre era transportista con un camión en Alfarnate. Cinco hermanos y una madre eran muchas bocas que alimentar. Además, Manuel, el mayor, estudiaba Magisterio.

Los nacionales comenzaron a avanzar y ellos dos lo dejaron todo para luchar en el frente. «Se alistaron juntos y, mientras, nosotros huimos hasta Almería». Los hermanos permanecerían juntos hasta la batalla del Ebro. Su familia volvería a Málaga una vez acabada la guerra. «Mi madre suponía que habían cruzado la frontera francesa», comenta Antonio. No daba nada por perdido. «Cosas de las madres», añade. Mantuvo la esperanza de ver con vida a sus hijos hasta que la carta de Cruz Roja llegó un fatídico día de 1950. «Laureano había sido apresado por la Gestapo cuando luchaba en la resistencia francesa». Murió en Mauthausen.

Pero, ¿dónde acabó Manuel? Llegó otra carta. «Casi no lo creía. ¡Traía sello de Rusia y era de mi hermano Manuel!». Durante la Segunda Guerra Mundial había luchado junto a los aliados estadounidenses y, para escapar de la represión en España, se quedó a vivir en Rusia. Manuel ya ha muerto. «Visitó España un par de veces y me contó cómo fue su camino y lo poco que vivió con Laureano». Manuel pudo completar la historia de Laureano.

Eduardo Díaz Lagos. Torre del Mar († 7-03-1941)

«Imposible escribir: prisionero de guerra»

Se acercaba el verano. Eduardo Díaz estudiaba bachillerato en Torre del Mar y una de las cosas que más le gustaba era disfrutar de la playa. Lo recordaba con 72 años su hermano Ricardo, que en aquel 1936 contaba con solo cinco años.

«El avance del ejército era inminente. La familia al completo, los ocho hermanos y mis padres, cogimos la carretera de Almería y nos marchamos», recuerda. Corría el año 37. En cada puesto de comandancia un Eduardo con 18 años recién cumplidos le decía a su madre: «Mamá, si me quieren llevar a la guerra, deja que me vaya».

Los Díaz Lagos llegaron a Cataluña. En Gandesa, la partida de Eduardo hacia el Ebro se hizo inevitable. «¡Escribe!», fue lo poco que pudo decir su madre entre sollozos. Y lo hizo. La familia tardó poco en regresar a Málaga. Eduardo, como tantos republicanos, se replegaría buscando el abrigo del país vecino.

Su primera carta llegó desde el campo de refugiados de Argelès. «Nos contaba que estaba bien y que había cruzado la frontera montado en una bicicleta», comenta su hermano. Como compañera de viaje llevaba a una chica que conoció en Gandesa y que se convirtió en su novia. «La Vicenta», recuerda. Aquellas cartas las rompió porque su madre borró la tinta de llorar sobre ellas.«Las tiré todas por no verla sufrir más».

Cuando los alemanes ocuparon Francia, dejó de escribir. Sus padres intentaron contactar con cuantos sitios pudieron para saber de él. Una nueva carta: Vicenta iba a tener un hijo. Tras esa alegría fugaz, cuando la Segunda Guerra Mundial parecía inminente, una última misiva anunció lo peor. «Imposible escribir: prisionero de guerra». Cada vez que alguien llamaba a la puerta, su madre siempre tenía la esperanza de que fuera Eduardo, o Vicenta, o el hijo del que decía estar embarazada. En 1957, Cruz Roja les informó de la muerte de Eduardo en Mauthausen. De su esposa, de su hija, jamás se supo.

Imagen del documental 'El convoy de los 927'
Imagen del documental 'El convoy de los 927'

Álvaro Mayén Cuéllar. San Pedro († 3-06-1943)

Una muerte fingida para huir del infierno

«Tío: si tú te vas, yo me voy contigo», contaba Asunción Mayén que le dijo su sobrino, Joaquín, a Álvaro. Tenía tan solo 15 años, pero admiraba el arrojo de sus tíos Ramón, Pedro y Álvaro, que se alistaron en el ejército republicano sin dudarlo un segundo.

Cada fin de semana iba a verlos tocar con la banda municipal de San Pedro Alcántara en la plaza del pueblo. Estaban a punto de entrar los nacionales en la provincia. Obligados por las circunstancias y en plena huida, Álvaro y su novia Isabel apresuraron su boda. Hoy Asunción, con 89 años, recuerda cómo Joaquín no paraba de llorar.

La familia halló refugio en Cataluña, mientras los hombres luchaban en distintos frentes. Ramón y Pedro volvieron a San Pedro acabada la guerra, después de que retornara la familia. Habían pasado por prisión, uno en Valencia y otro en Ceuta.

Pero un oscuro futuro esperaba a Álvaro y Joaquín. El destino quiso que ambos se reencontraran en el campo francés de Saint-Cyprien en 1939. Joaquín abrazó a su tío. «¡Enhorabuena! ¡Has sido padre! Tu hija está a salvo en casa». La próxima estación sería Austria.

La muerte esperaba en Mauthausen a tío y sobrino. Álvaro fuegaseado en 1943. «A Joaquín también lo dimos por muerto hasta que un día llegó una carta de Francia», recuerda su tía Asunción. La historia increíble de un adolescente que, al borde morir de hambre, fue dado por desahuciado y apilado en un montón de cadáveres. «Se arrastró –relata su tía– hasta un camino, donde unos campesinos lo recogieron».

Estuvo oculto hasta el final de la ocupación. Volvió a Francia, país que jamás abandonaría hasta su muerte, salvo para visitar San Pedro. «Nunca quiso contarnos lo que vivieron en aquel infierno», cuenta su tía.

Francisco Díaz Burgos. Fuengirola († 23-11-1941)

El hermano en la trinchera enemiga

Acostumbrado a llevar el mineral en vagones desde la cantera de Los Boliches al puerto, Francisco Díaz jamás pensó que acabaría sus días en otra cantera, la de un campo de exterminio nazi. Su padre murió cuando él era pequeño y junto con su hermano Clemente, agricultor, se encargaron de sacar adelante una familia de seis miembros.

Vivía en Fuengirola y cada domingo se escapaba con Modesta, su novia. «Un día los periódicos anunciaron que la guerra iba a estallar. No se alistaron, se los llevaron», lamenta su hermano pequeño Diego, que cuando habló con SUR contaba 76 años. Cuando estalló la guerra solo tenía ocho, y no entendía por qué Clemente y Francisco, que tenían poco más de 18, se marchaban y Modesta y su madre no dejaban de llorar.

Clemente luchó con los nacionales; Francisco, con los republicanos. Sus caminos se separaron pronto. «No supimos nada de ellos mientras combatieron en España hasta que llegó una carta de Francia», explicaba la mujer de Diego, Antonia Cortés. Clemente cayó en el frente de Ávila; Francisco acabó en un campo de refugiados francés. «Nos contaba que pasaba mala vida, que había hambre y enfermedades. Incluso mandó una foto en la que lucía un crespón negro en señal de luto por su hermano». Como en todas las historias, las noticias de Francisco desaparecen con la ocupación nazi.

«Enviamos cartas a un abogado francés que nos ayudaba a buscar a Francisco», explica Antonia. Su madre murió sin saber que él había fallecido en Austria. El abogado descubrió que Francisco acabó en Mauthausen. La espina clavada que le quedaba a Diego es que pudo viajar a Ávila a recoger los restos de Clemente para traerlos a Fuengirola. Nunca podrá recuperar las cenizas de Mauthausen

Escena de la película documental 'Más alla de las alambradas'
Escena de la película documental 'Más alla de las alambradas'

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios