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Shirley Kutner, esposa del nuevo embajador de Israel en España, es una eminente científica que ha impulsado varias empresas de biotecnología en su país.
Embajadora de la ciencia

Embajadora de la ciencia

Además de bordar los postres, la esposa del nuevo embajador de Israel en España, Shirley Kutner, es uno delos cerebros del milagro del I+D+i en la ‘nación startup’

francisco apaolaza

Miércoles, 19 de agosto 2015, 10:07

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La imagen de Shirley es de discreción comedida: pelo corto, acento suave de Caracas y una manera modesta, casi dulce, de moverse medio paso por detrás de su marido Daniel Kutner. Suele esperar a que hable él para después pronunciarse, sonríe amablemente y cuentan que tiene una mano diabólica para los postres. Si se dejan llevar por las apariencias y los clichés sociales, concluirán que es la sombra de su marido... y se equivocarán. Pese a que ella no lo vaya a aceptar nunca, pese al poder que va a tener su esposo, Daniel Kutner, como nuevo embajador de Israel en España, la clave del matrimonio, al menos para las empresas españolas, pasa por ella.

Esta es la historia de una mujer que puede ser de todo menos un florero. Llega estos días al Madrid caliente y solitario de mediados de agosto. Daniel estrena cargo de embajador después de la partida de Alon Bar. El primer currículum que aparece en el matrimonio es el suyo. Nació en Buenos Aires en 1955, es nieto de judíos originarios de Polonia, profundamente sionista, y a los 18 años viajó a Israel a visitar un kibutz. Decidió quedarse en el país y estudiar Historia de Oriente Medio. «Quería entender mejor a mis vecinos», explica el embajador. Entró en el ejército y cuando salió formó parte del Ministerio de Relaciones Exteriores, donde trabaja hace más de 30 años. Ha estado destinado en Bolivia, Venezuela, Nueva York y su último puesto ha sido el de cónsul general en Filadelfia. Su misión en Madrid pone el broche de oro a su carrera. Kutner, que llega a uno de los puestos más calientes de la diplomacia en España, ya conoce Madrid. En 1985, pasó varios meses en la capital buceando en los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Presidencia para preparar su tesis sobre las relaciones de España con el mundo árabe en la época del ministro Alberto Martín Artajo, entre 1945 y 1956, quien firmó importantes acuerdos que permitieron romper el aislamiento de la dictadura franquista.

Daniel visitaba bares de tapas y vivió un periodo «apasionante» sumergido en la efervescencia de aquellos ilusionantes años 80 que lo cambiaron todo. Pensó, tal vez soñó, que su carrera terminaría en Madrid. Y acertó.

Shirley, a la que conoció en la Universidad Hebrea de Jerusalén mientras estudiaba Biología, siempre se plegó a los destinos de su marido, pero hizo la vida laboral por su cuenta. Y no le ha ido mal. Llega a Madrid como una de las mayores expertas en el mundo sobre biotecnología y una de las responsables del colosal avance de la I+D+i de un país al que llaman la nación startup. Hace 30 años vendían naranjas y hoy marcan el paso en la investigación: su número de patentes por cabeza multiplica por 75 la de España. En Silicon Wadi, como llaman al área de concentración de empresas TIC alrededor de Tel Aviv y Jerusalén, la frontera entre investigación universitaria, gobierno y empresa privada es cada vez más fina.

Siempre junto a su marido

Una de las bisagras fundamentales de esa maquinaria ha sido Shirley, que nació en Venezuela en 1955 y es hija de una rumana y un polaco supervivientes del Holocausto. Estudió en un colegio judío en el que recibió educación sionista y ya se interesó vivamente por la biología. «Nunca me sentí cien por cien venezolana», admite ahora. En su casa no se hablaba castellano; solo hebreo, así que en 1973, cuando se desató la guerra del Yom Kipur, hizo las maletas y se fue a Israel a la aventura. Se doctoró en Bioquímica, acompañó a su marido a Bolivia, donde investigó las enfermedades tropicales y en adelante, paradójicamente, todo el destino que le venía mal le terminó por favorecer: en Bolivia recibió una beca de la Rockefeller Foundation. Después de seguir sus investigaciones en Venezuela, volvió a Israel, donde comenzó a trabajar como responsable de Biotecnología en la Oficina del Jefe Científico del Ministerio de Economía, que reparte el enorme pastel de subvenciones a proyectos de investigación tecnológica.

De nuevo tuvo que acompañar a su marido a Estados Unidos y fue la vicepresidenta comercial de una empresa en Nueva York. Cuando Jerusalén era un páramo, fundó Biojerusalem, un consorcio entre Estado, universidad y empresas para fomentar los proyectos de biotecnología. Hoy en día se ha convertido en uno de los principales activos de la Ciudad Santa. Después repitió el proyecto de asociar gobierno, sector privado y universidad en Filadelfia, el último destino de su marido. «Si de algo estoy orgullosa es de que todos esos proyectos siguen vivos», enfatiza Shirley.

En una salita de su casa, en una urbanización de piedra a medio camino entre Jerusalén y Tel Aviv, tan lejos del Paseo de la Castellana, Daniel Kutner echa mano de su cintura diplomática para no hablar de su próximo mandato. Uno de los asuntos a manejar será el de las consecuencias geopolíticas del omnipresente conflicto árabe-israelí. Y también el nuevo escenario político español, con la irrupción de Podemos. Pablo Iglesias ha pedido llevar a los líderes israelíes ante la Corte Penal Internacional por su actuación durante la guerra de Gaza y el programa de Podemos a las elecciones europeas prometía revisar los acuerdos comerciales con Israel. El anterior embajador, Alon Bar, ya recelaba de Podemos. De hecho, declaró que las políticas de los ayuntamientos controlados por partidos cercanos a Podemos son «una base de preocupación» para los israelíes.

La reciente aprobación por parte del Gobierno de la nacionalidad española para los judíos sefardíes, descendientes de los expulsados por los Reyes Católicos, centra otro de los puntos de lo que supone para él «un acontecimiento milenario en el mundo judío» y la reparación de «una tragedia histórica». No se sabe mucho más de su agenda, pero no es difícil imaginar que el papel de Shirley entre investigadores y empresas de ambos países puede ser fundamental. Su presencia casa perfectamente con una de las herramientas de las que se vale el Estado de Israel en su espinosa relación con parte del mundo: crear un tejido empresarial sólido y ágil a un lado y otro de la frontera que sirva de nexo de unión con otros pueblos.

En la casa familiar se habla de política internacional, pero también se canta mucho (pertenecen a un coro) y se cocina bien, para satisfacción de sus dos hijas, Maya, experta en Medio Ambiente y que trabaja en Londres, y Adi, cineasta.

Desde que eran dos chavales con aspecto estrafalario, Daniel y Shirley siempre se encontraron entre fogones. Él, como buen argentino, disfruta de las carnes «en todas sus versiones y formas», pero sobre todo a la brasa. En el consulado de Filadelfia eran famosos entre el mundillo diplomático por las suculentas y multitudinarias recepciones en las que ellos cocinaban todos los platos, incluidos gigantes pescados al horno. Shirley borda las tartas y los postres, pero en la embajada será mucho más que la que se ocupe de los Ferrero Rocher.

Pintar es otra de las pasiones de Daniel, que a la vez hace pinitos con la escultura y quiere aprovechar su estancia en España para desplazarse a las playas y aprender windsurf con la tabla que le ha regalado Shirley. Y disfrutar de la literatura española que tanto admira desde que leyó a Lorca, el Poema del mío Cid y el Lazarillo.

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