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Espectacular catarata Skogafoss, al sur de Islandia, a menudo orlada por el arco iris. :: afp
Vikingos con ganas de que les invadan

Vikingos con ganas de que les invadan

Cataratas, fiordos, géiseres, volcanes y glaciares ponen de moda Islandia, un país entre las noches de sol y las auroras boreales

SERGIO GARCÍA

Lunes, 27 de marzo 2017, 01:08

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«Islandia no te dejará frío», se aprestan a decir los descendientes de aquellos vikingos que en el siglo X asolaban Europa con incursiones relámpago, violaciones sin número, actos de rapiña y una actitud suicida que era casi un culto a la muerte. Mil años después, a la isla del fin del mundo le han salido admiradores por todas partes. Y no es para menos. Vista desde el espacio, parece un guijarro que un dios temible hubiese arrojado al centro del Atlántico, o la grupa erizada de una criatura abisal que asomase del mar. La antigua Thule es una de las formaciones más jóvenes del planeta, la dorsal oceánica modelada a fuerza de terremotos y levantada sobre un magma espumeante. Un paraíso natural que parece sacado de la paleta de un pintor fauvista, salpicada de fiordos, cataratas, volcanes activos, géiseres y glaciares; un parque donde los precios están empezando a bajar y la oferta turística se abre paso a un ritmo cada vez mayor.

No cuesta entender el porqué de esta atracción. Islandia es un catálogo de singularidades, y no sólo porque sea un país que carezca de árboles, de líneas férreas o de ejército, que también. Ocupa una superficie similar a la de Castilla y León y apenas supera los 300.000 habitantes -la población de Vigo-, lo que permite llegar hasta el último rincón sin excesivas dificultades. A ello contribuye la 'Ring road', la carretera anillo, que circunvala la isla con salida y llegada en Reykjavik, la pintoresca capital de casitas bajas y coloreadas, permanentemente sobrevolada por gaviotas y orientada a los caladeros de bacalao y salmón, las dos industrias nacionales con permiso de los manatiales de agua caliente que son una fuente inagotable de energía y que brindan balnearios como el 'Blue Lagoon', próxima al aeropuerto de Keflavik.

Con esos mimbres es lógico que los circuitos guiados estén brotando como champiñones, el más popular el de Thingvellir, donde se juntan las placas americana y euroasiática en un desfiladero que parece abierto por un coloso, sede por cierto del primer Parlamento del que se tiene noticia. O los 'trekkings' por el glaciar Vatnajokull, la tercera capa de hielo continental más grande del planeta después de la Antártida y Groenlandia. La oferta hotelera es escasa y cara, aunque en contrapartida hay albergues y casas de huéspedes a precios razonables. Las montañas de colores de Landmanalaugar, las playas de arena negra, las colonias de frailecillos -una especie endémica del país, dueña absoluta de los acantilados-; o parques naturales como el de Skaftafell, con sus cascadas derramándose sobre un lienzo de basalto, bahías como la de Husavik, donde se empachan a krill las mismas ballenas juvartas que luego bajarán al Caribe para desplegar sus artes amatorias en un viaje de miles de kilómetros que les consume de amor. Que las sirenas quieren amor, papito.

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