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Sykes y Picot sobre el mapa original que dibujó las zonas de influencia de Reino Unido y Francia
La traición de Occidente

La traición de Occidente

El tratado Sykes-Picot que firmaron en secreto hace cien años Reino Unido y Francia para repartirse el Imperio Otomano inauguró una etapa de inestabilidad en Oriente Medio que se ha extendido hasta nuestros días

BORJA OLAIZOLA

Lunes, 23 de mayo 2016, 00:02

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Hace un siglo el Imperio Otomano era un gigante que se tambaleaba como un boxeador sonado a punto de desplomarse sobre la lona. Su apoyo a los intereses alemanes en la Primera Guerra Mundial se había revelado un error estratégico que iba a asestar la puntilla a un régimen que había administrado medio mundo desde antes incluso del descubrimiento de América. El Reino Unido y Francia, las dos potencias coloniales que se perfilaban como vencedoras de la contienda, no estaban dispuestas a renunciar a los recursos de los antiguos territorios otomanos y firmaron un tratado secreto para repartírselos. Aquel acuerdo, ratificado el 16 de mayo de 1916, fue bautizado con los apellidos de los responsables de las delegaciones que lo habían negociado, el británico Mark Sykes y el francés François George-Picot.

El pacto Sykes-Picot se ha revelado con la perspectiva que proporciona el tiempo como una de las mayores catástrofes de la diplomacia. No solo ignoró variables como las lenguas, las tradiciones culturales, los clanes o las tribus a la hora de trazar las fronteras de los nuevos países, sino que además sembró la semilla de la desconfianza de los árabes hacia los poderes occidentales que está detrás de la inestabilidad que vive Oriente Medio desde entonces. El incumplimiento de la promesa de apoyar la creación de un gran estado árabe que incluía los territorios que hoy son Irak, Jordania, Siria, Libia, Palestina y la Península Arábiga fue interpretado como una traición que arraigó con fuerza en el imaginario árabe y que ha condicionado su posterior percepción de todo lo que tiene su origen en el mundo occidental.

«Pretendí forjar una nueva nación, restaurar una influencia perdida, proporcionar a veinte millones de semitas los cimientos sobre los cuales pudieran edificar el inspirado palacio de ensueños de su pensamiento nacional (...). Pero cuando ganamos se me alegó que se ponían en peligro los dividendos petroleros británicos en Mesopotamia y que se estaba arruinando la política colonial francesa en Levante». Thomas Edward Lawrence, el célebre Lawrence de Arabia que Peter OToole haría inmortal en la película del mismo nombre, hablaba de forma descarnada de los intereses que condicionaron la política occidental en el preámbulo de su monumental Los siete pilares de la sabiduría. Lawrence se había enrolado en el recién creado departamento de Inteligencia Militar que operaba desde Egipto después de que Gran Bretaña se declarase en guerra con los turcos. Su misión consistió en movilizar a las tribus árabes para que luchasen junto a los ingleses contra las tropas otomanas.

La promesa de la creación de la Gran Arabia funcionó y las tribus contribuyeron de forma decisiva a la derrota de los turcos con una estrategia de guerrillas que se reveló letal para sus enemigos. Lawrence, que sabía de la existencia del pacto secreto franco-británico, pensó que se convertiría en papel mojado cuando la insurrección árabe culminase con la toma de Damasco. La política de hechos consumados, aventuró, triunfaría sobre los acuerdos de laboratorio pergeñados en los despachos. Se equivocó. Cuando comprobó que británicos y franceses pensaban en repartirse el pastel otomano sin cumplir la palabra que habían dado a sus aliados, abandonó cabizbajo Oriente Medio y regresó a Inglaterra. Allí moriría a los 46 en un accidente de moto del que mañana se cumplen 81 años.

«En nuestros dos años de confraternidad bajo el fuego (los árabes) se acostumbraron a creer en mí y a pensar que mi gobierno era sincero. Con esa esperanza realizaron algunas cosas admirables, pero, desde luego, en vez de estar orgulloso de lo que hicimos juntos, yo estaba continua y amargamente avergonzado», escribiría años después.

Escuadra y cartabón

El reparto a golpe de escuadra y cartabón del territorio de Oriente Medio que se hizo en aplicación del tratado Sykes-Picot inauguró una época de inestabilidad que se ha prolongado hasta nuestros días. Países como Siria, Palestina, Irak, Jordania y Líbano, algunos de ellos creados entonces con el único propósito de equilibrar el reparto del botín, son o han sido escenarios de interminables conflictos que representan una constante amenaza para el equilibrio geopolítico del planeta. El tratado ha cobrado actualidad precisamente de la mano de una de sus secuelas más siniestras e indeseadas, el Estado Islámico, que lo ha incorporado a su propaganda como objetivo a derribar. Visto el deterioro de la zona, con países como Siria e Irak transformados en auténticos zombis, da la impresión de que lo contemplado en aquel pacto hace ya mucho tiempo que se derrumbó.

Ni el británico Sykes ni el francés Picot pudieron imaginar hace cien años que sus nombres iban a quedar asociados a los desastres que han asolado desde entonces a las antiguas posesiones del Imperio Otomano. La ruptura de la promesa a los árabes envenenó las relaciones con occidente, se avivó el conflicto entre sunitas y chiítas, se creó el de los árabes y los judíos, los kurdos fueron divididos por fronteras artificiales y se quedaron sin territorio... La retahíla de conflictos derivados de aquel acuerdo ha alimentado sin descanso los telediarios y las páginas de periódicos de medio mundo. No ha habido político con aspiraciones que no haya ofrecido su particular receta para sosegar el avispero, pero por desgracia ninguno ha conseguido dar con las teclas adecuadas.

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