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Bobbi Gibb, corriendo con un bañador y unas bermudas de su hermano en el tramo final del Maratón de Boston
La primera maratoniana

La primera maratoniana

Con unas zapatillas para niños y unas bermudas de su hermano, Bobbi Gibb se coló hace 50 años en el Maratón de Boston para demostrar que las mujeres también podían correr. La gente se echó a la calle al enterarse

FERNANDO MIÑANA

Lunes, 18 de abril 2016, 00:30

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Bobbi estaba agazapada detrás de unos arbustos al lado de la salida del Maratón de Boston, en Hopkinton. El sol derrochaba luz ese mediodía primaveral y la calle olía a café caliente y a palomitas de maíz. Su larga melena rubia quedaba oculta bajo la capucha de una sudadera azul marino, mientras sentía que su corazón latía apresurado. Solo había hombres, pues solo los hombres tenían permitido correr, pero en cuanto escuchó el disparo y vio que ya habían pasado más de doscientos atletas, dio un brinco y se incorporó a la carrera.

La joven, de 23 años, no dejaba de mirar a un lado y al otro. Estaba asustada. Temía que la expulsaran de malas maneras o que, peor aún, se la llevaran detenida. Pero zancada a zancada fue ganando confianza. Algunos competidores fueron acercándose a Bobbi de forma amistosa, al comprobar con sorpresa que bajo aquella capucha se escondía un hermoso rostro de mujer. Los comentarios eran de apoyo. «Me encantaría que mi novia corriera», le confesaba uno. «Nadie te puede impedir ir corriendo por la calle», la tranquilizaba otro. En ese momento se sintió libre, feliz, orgullosa. Era el 19 de abril de 1966 y se había convertido en la primera mujer en hacer el Maratón de Boston.

Dos años atrás, en 1964, Roberta Bobbi Gibb (Cambridge, Massachusetts, 1942) no tenía ni idea de qué demonios era correr. Pero ese día sus padres habían recibido la visita de un familiar que, durante la comida, comenzó a hablar del Maratón de Boston, el más antiguo del mundo: se fundó en 1897 y mañana cumplirá 120 años. No podía creer que alguien pudiera trotar 26,2 millas (42,195 kilómetros). Dos semanas después se plantó en mitad del recorrido y se puso a contemplar a aquellos hombres a la carrera. Una emoción recorrió su cuerpo. Desde aquella acera, boquiabierta, decidió que el año siguiente ella también lo haría.

Bobbi se calzó unos zapatos de enfermera de la Cruz Roja con la suela blanda y salió a correr por los alrededores del hogar paterno, en Winchester, junto a su perro. No tenía conocimientos, libros ni entrenador. Pensó que lo correcto, si tenía que llegar a hacer 42 kilómetros, era esforzarse un poco más cada día. Aquello resultó muy estimulante. No se le daba mal y encima se percató de que era lo primero que hacía en su vida por sí misma, sin la mediación de la familia o los maestros.

En verano, sus padres se fueron de vacaciones a Europa. Ella se montó con su Husky Malamute una raza capacitada para correr decenas de kilómetros en el Volkswagen Station Vagon familiar y aceleró hacia el oeste, cruzó el Misisipi y comenzó a trotar por auténticos paraísos como las Grandes Llanuras, las Rocosas o las Colinas Negras. Cada día un poco más. Su idea era correr el maratón de 1965, pero dos meses antes resbaló en una acera y se hizo un esguince en ambos tobillos.

Su capacidad aeróbica ya era notable y, siempre sin asesoramiento ni fundamentos atléticos, en septiembre decidió probarse detrás de una carrera de caballos de 100 millas dividida en tres etapas. El primer día completó las 40 millas (64 kilómetros) sin comer. Durmió en un frío establo y a la mañana siguiente partió a por las siguientes 40, pero cuando llevaba 25 sintió un dolor agudo en la rodilla y se vio obligada a parar. «Aquella carrera de caballos no fue la decisión más inteligente de mi vida, pero me demostró que tenía una gran resistencia», recuerda ahora, antes de celebrar los 50 años de su hazaña.

Bobbi se casó fue la primera de tres bodas y se mudó a San Diego con su marido. Desde allí mandó una carta a la Boston Athletic Association, el club que organiza la cita, pidiendo una solicitud para inscribirse. La respuesta fue tan decepcionante como escueta. Básicamente decía que se la denegaban porque las mujeres no estaban preparadas fisiológicamente para correr los 42 kilómetros. La prueba se regía por las normas de la Amateur Athletics Union, que las prohibía disputar carreras de más de milla y media (2,4 kilómetros).

Cuatro días en autobús

Pero Bobbi no era una chica al uso, conforme con las reglas sociales de la época que prácticamente confinaban a las mujeres en casa. En el colegio ya notó que prefería dar un paseo por el bosque que quedarse hablando con las niñas sobre vestidos o la fiesta de graduación. Ella creció entreteniéndose con su padre, un profesor de Química con quien cogía agua del estanque para analizarla a través de la lente de un microscopio. Y de adulta estudió en el Museo de Bellas Artes de Boston, fue asistente de un neurocientífico en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, se licenció en Derecho y ejerció la abogacía durante 18 años. Ahora vive en Rockport, un pequeño pueblo pesquero, pintando o esculpiendo, pero también investigando una cura para la esclerosis después de que un amigo muriera por esta enfermedad.

Pero volvamos a aquel momento histórico. Seis días antes de la carrera se compró en San Diego sus primeras zapatillas deportivas, unas Adidas para niños de la talla 38, y se subió a un autobús para viajar durante cuatro largos días hasta Boston. Llegó por la tarde, y por la noche, la víspera del gran día, devoró la carne asada que había preparado su madre. A la mañana siguiente se puso las deportivas, un bañador de un pieza y cogió la sudadera y unos pantalones de su hermano.

Gibb estaba muy preparada, pero si pretendía demostrarle al mundo que las mujeres podían correr 42,195 kilómetros lo peor que le podía pasar era retirarse; entonces daría la razón a aquella cuadrilla de retrógrados. Fue conservadora y aún así cubría cada milla en unos siete minutos. Animada por los hombres, y ahogada por el calor, se deshizo de la sudadera y siguió dando zancadas.

Algunos periodistas descubrieron aquella melena al viento y las radios comenzaron a contar que había una mujer. La gente, al enterarse, comenzó a salir a la calle para ver aquella rareza. Las chicas del Wellesley College, una universidad privada femenina, formaron un pasillo haciendo un ruido atronador. Estaba eufórica, fuerte y atacó la Heartbreak Hill con decisión, pero cuando comenzaba el descenso un dolor insoportable le abrasaba los pies.

Bobbi había estrenado ese día sus zapatillas y las llagas apenas le permitían correr. En los últimos metros mantenía un ritmo cansno, estaba desesperada porque no sabía cuánto quedaba. Pero al girar la curva vio que cientos de bostonianos estaban esperándola. Bobbi Gibb cruzó la meta en el puesto 124 de 450, con un tiempo de tres horas, 21 minutos y 40 segundos. Le aguardaban el gobernador, que le dio la mano, y los periodistas. «Tenía la esperanza de cambiar la forma de pensar de la sociedad sobre las mujeres y lo que pueden hacer. Pero no me importa vencer a los hombres. Amo a los hombres. No veo ninguna razón para que hombres y mujeres no puedan correr juntos».

Bobbi Gibb regresó, y ganó, en 1967 y 1968, pero no reconocieron sus triunfos hasta 1996. Seis años después de su gesta, al menos, el Maratón de Boston ya aceptó la inscripción de las mujeres.

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