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El baño es un lujo en Ait Sghir porque el arroyo más cercano se encuentra a cuatro horas a pie.
Reliquias del Alto Atlas

Reliquias del Alto Atlas

Viaje al poblado de los bereberes más libres y aislados, donde sobreviven sin agua, luz o caminos. «Cuidan más a las mulas que a las niñas»

zuriñe ortiz de latierro

Miércoles, 1 de abril 2015, 01:10

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Los bereberes marroquíes, más de la mitad de la población del país, avanzan en derechos al paso que se progresa allí. Ya pueden registrar a sus hijos en su lengua después de 17 años de prohibición, se constituyen en asociaciones e incluso se atreven con el rey Felipe VI, al que le acaban de reclamar una compensación por la Guerra del Rif (1921-1927) y las secuelas que hoy perduran en la población machacada por los gases químicos de los soldados españoles y franceses. Pero al autor de este reportaje gráfico, Youssef Boudlal, no le interesa tanto la actualidad de los imazighen (hombres libres), como enfocar la esencia de esta etnia milenaria que ha logrado preservar su idioma y tradiciones pese a lo complicado que se lo ha puesto la Historia. La ha encontrado a 1.780 metros de altura, en dieciséis casuchas camufladas en el Alto Atlas, lejos de rutas turísticas y montañeras. Diez horas en coche desde su hogar de Casablanca a la cordillera más alta del país, más otras cinco de caminata para acabar en Ait Sghir: piedras, nieve, una vida de martirio soportada con un ánimo asombroso.

Allí arriba, donde no llegan las ONG ni la electricidad, sin caminos pavimentados ni médicos a mano, Youssef se presentó de noche, molido, acompañado por un guía, su Canon 1DX, 5D Mark III y unas mulas que portaron el equipaje. Ancianas de 30 años le calmaron con té y menta. Se quedó dormido sobre alfombras coloridas, un lujo: «A la mañana siguiente vi el pueblo con la primera luz del día. Fue una vista increíble. Abrí la puerta de madera y me quedé sin aliento. Parecía otro mundo, algo de otro siglo. Las casas construidas en la propia montaña. Pasear por el poblado era entrar en el pasado».

Los ojos de Boudlal parpadearon con las mujeres que portaban el agua del río o las que cocinaban en hornos centenarios al aire libre o los niños que jugaban con riscos y palos. Nada está cerca de Ait Sghir. Esas chicas con palanganas tienen que caminar cuatro horas. Cinco, los niños que quieren ir a la escuela, si es que lo hace alguno, que está en Tilmi, el enclave civilizado más cercano. No hay agua, neveras, ni escuela. Todo es extremo: el clima, los descuidos. Dos semanas antes había fallecido un vecino de Ait Sghir: se perdió de camino a casa y la montaña se lo tragó.

El termómetro baila de manera extrema y las inundaciones han terminado por erosionar la escasa actividad agrícola de la zona, alertan en Naciones Unidas. Cada vez lo tienen peor los bereberes más libres del Atlas, a los que conoce bien el escritor vitoriano Miguel Gutiérrez Garitano. Los ha visitado dos veces: «Son tierras durísimas, los caminos muy malos y la climatología terrible. Cuando llevas varios días te sangra la nariz. Es por el polvo, el polvo que viene del Sahara. Aparentan 80 años, pero tienen 40. Viven en la miseria». Pero no en la ingenuidad que aparenta la cámara de Youssef. «Vas por esos caminos, llevas dos días solo sin ver a nadie y de repente te encuentras con un tipo que refresca dos Coca-Colas en un arroyo y empieza la negociación. Son tan pobres que en cuanto entra un turista en las montañas corre la voz de valle en valle. No sé cómo lo hacen. El tipo del arroyo igual se ha desplazado un montón de kilómetros».

«Sientes felicidad»

Los niños no tienen libros, leen los caminos. A Gutiérrez Garitano lo siguieron durante horas: «Al principio te hacen gracia, luego te preocupas porque te acompañan demasiado tiempo. Los críos te ayudan a cruzar un río, a moverte por las laderas, lo único que quieren es aprender idiomas, y lo consiguen. Sus padres les empujan a ello». El guía come mejor que el pastor. El hombre mejor que la mujer. «Hacen el trabajo más duro. Cargan con el agua y los troncos. Las mulas se cuidan más que a las niñas de entre 6 y 15 años, que son las que llevan la leña. Si intentas ayudarlas, lo fastidias todo. Piensan que las quieres cortejar, es una ofensa terrible. Encima no puedes con el fardo porque pesa 70 kilos. Ellas trabajan a lo bestia en casa y en el campo. Los chicos hacen viajes largos, conducen el burro, pastorean con las cabras...».

En esa soledad hostil, alejado del caos de las medinas, el fotógrafo marroquí Youssef Boudlal ha encontrado la dicha: «Nos centramos en su falta de servicios básicos, en sus condiciones difíciles. Pero cuando vives con ellos lo que más sientes es felicidad. La vida sin complejidades, ni engorros. A veces me pregunto ¿de verdad, qué es mejor?».

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