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Patrón. Desde 1649, el Cristo de la Salud fue especialmente invocado en tiempos de calamidades públicas.
La devoción en tiempo de la peste

La devoción en tiempo de la peste

Un clérigo anónimo escribió un minucioso diario de la epidemia que azotó a la ciudad de Málaga en el año 1803

Alberto j. palomo cruz

Domingo, 1 de febrero 2015, 02:03

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En los fondos del archivo catedralicio existe un manuscrito compuesto por un clérigo desconocido perteneciente a la misma, que llevó un minucioso diario coincidente con el tiempo de la gravísima epidemia que azotó Málaga en 1803. Este texto, prácticamente inédito salvo puntuales menciones, bien merecería ser estudiado en su totalidad, porque además de interesante testimonio histórico, en muchos puntos confirma o contradice lo redactado por otros autores sobre este asunto. Por razones obvias aquí solo aparecen las referencias relacionadas con la religiosidad y el fenómeno cofrade, que no son pocas, dado que la mentalidad de antaño equiparaba los males públicos a castigos divinos. Ciertamente las ideas ilustradas y las corrientes científicas que corrían por Europa aún tardarían en imponerse en una sociedad como la malagueña aferrada a la herencia de creencias seculares.

Haciéndose portavoz de lo que se contaba por entonces, quien escribió el diario remonta el origen de la epidemia a junio de 1803 cuando arribó al puerto una embarcación militar francesa. Tras haber observado la Junta de Sanidad que había varios enfermos con síntomas sospechosos, se procedió a evacuar la tripulación al castillo de Gibralfaro «metiéndose el barco en los más interior del muelle». Los afectados lo eran de «fiebre amarilla», llamada así porque su síntoma principal resultaba ser la ictericia. La ciencia de la época desconocía el origen y el tratamiento adecuado para tratar la plaga, por lo que las gentes solo contaban con el auxilio divino para afrontarla. Y a éste recurrieron habida cuenta de que en muy poco la enfermedad se propagó por la urbe comenzando por el barrio del Perchel. Según el cronista de la Catedral la culpa la tuvo «la codicia vil de algunos calafates y muchachos del barrio que robaron pertenencias de los enfermos», así como la acción de quien denomina como «un tío Verduras», sobornado por un capitán francés que lo convenció para que lo alojase en su casa, sita en la plazuela de San Pedro, resultando al fin de estar infectado, por lo que en cuestión de días no solo murieron todos sus moradores, sino que los apestados se sucedieron en los Callejones, en las calles de Don Iñigo, de Barragán, en el corralón de Santa Bárbara No habiendo parroquia propia en El Perchel, ya que la iglesia del Carmen era entonces la del convento de San Andrés, se dependía de San Juan, que tenía como ayuda el pequeño templo de San Pedro, por lo que los curas informaron al Obispo de la imposibilidad de enterrar a tantos cadáveres, quejándose además de la fetidez que desprendían.

Muerte

Con esta situación no es de de extrañar que pese a la cuarentena establecida en el barrio y las ingenuas fumigaciones callejeras con azufre y otras sustancias, la epidemia estuviese extendida para finales de agosto por toda Málaga, contándose con una media de setenta muertos diarios, que pasaron a rozar los trescientos al mes siguiente.

Era el momento de que las autoridades tomaran medidas más drásticas. Por lo pronto, las religiosas decretaron que en todas las misas se incluyera las preces previstas en el ritual romano pro tempori pestis. En cuanto a las civiles, delegaron la responsabilidad de combatir el contagio al catedrático del Colegio de Cirugía de Cádiz Juan Manuel Aréjula, que aquí se trasladó al efecto. Como bien estudió Juan Luis Carrillo Martos, este nombramiento provocaría una agria confrontación entre ciencia y fe a cuenta de algunas de las medidas adoptadas por el citado médico para afrontar la pandemia, algo de lo que hay que exculpar al obispo José Vicente Lamadrid, cuya actuación prudente y sujeta al dictamen de los facultativos resultó ser ejemplar.

Ocurrió que, siguiendo las costumbres seculares, se demandaba la organización de una procesión de rogativa hasta el convento de los Mínimos para impetrar la intercesión de Santa María de la Victoria, que junto al Cristo de la Salud solía trasladarse hasta la Catedral para consuelo del pueblo en caso de calamidad. Pero nada de esto pudo celebrarse porque el mencionado facultativo, secundado por el jefe político y militar de Málaga Pedro Trujillo y Tacón, prohibió las procesiones para evitar el posible contagio. Ante esto el cabildo eclesiástico hubo de contentarse con la celebración de una octava en el primero de los templos, para lo cual se trasladaron a su presbiterio a la Virgen de los Reyes y San Rafael. La primera de las imágenes, que gozaba en el pasado de una gran devoción, era la Patrona de los beneficiados y titular de su hermandad, contando con un notable ajuar de exvotos, joyas y ternos, ya que se acostumbraba a revestirla. De hecho, para la ocasión lució un manto morado, alusivo al carácter penitencial de estos cultos extraordinarios. En cuanto al Arcángel, representado en aquella maravillosa escultura de Fernando Ortiz destruida en 1936, también era objeto de mucho fervor entre los malagueños. La prueba más fehaciente de ello es que fue elegido para la estampación de una de las aleluyas o estampas volanderas que se arrojaban a los fieles en las fiestas religiosas.

Un inusual temporal de agua y tormentas que se sucedieron sin descanso entre el 26 al 29 de septiembre vino a avivar la esperanza de que la renovación de la atmósfera acabara con «las miasmas del mal», pero lo único que provocó fue una avenida del Guadalmedina que causó bastantes desastres y la inundación del convento de Santo Domingo con el perjuicio que cabe imaginar en la iglesia, sede de numerosas cofradías pasionistas y letíficas. Para colmo de males se produjo escasez de alimentos, ya que los panaderos de Churriana y Alhaurín de la Torre que abastecían a la ciudad no podían atravesar la corriente del río. Las autoridades dispusieron entonces traerlo desde Torremolinos, vendiéndose el género en el compás del convento de Santa Clara a cuatro reales la hogaza.

Sin procesión

Si bien la prohibición de organizar procesión alguna ya fue bastante contestada, la indignación entre una porción del clero y el pueblo llano llegó cuando, llegado noviembre y sin experimentar ninguna mengua de la pandemia, se decretó el cierre total de los templos malagueños, incluida la Catedral. Los canónigos se vieron forzados, para no interrumpir el servicio divino, a entrar clandestinamente «por el postigo que va al Sagrario, aunque no se tocaban ni las campanas ni el esquilón». En el transcurso de una de aquellas eucaristías celebrada a puertas cerradas, la del 29 de noviembre, se pudo observar cómo «al decir el presbítero el Dominus vobiscum del ofertorio se le cayó de las manos la espada del San Pablo de la sillería, sin haberla tocado nadie». Algo que fue tomado como una señal tendente a anunciar que la ira de Dios acabaría aplacándose.

Hasta llegado ese momento el hecho de privar a las gentes de asistr a misa fue el detonante para que el desconocido autor del diario lanzara las mayores diatribas en contra del máximo mandatario civil, escribiendo al respecto comentarios como el siguiente: «Queda claro que el gobernador quisiera que todas las iglesias se devastaran y se echaran abajo y así las convertiría en casas de alquiler para su utilidad».

El sentir de religiosos como éste convencidos del sacrilegio que constituían aquellas disposiciones profilácticas, debió ser determinante para que se produjeran varios sucesos de contestación popular, casi rayando en la desobediencia civil. De este modo impelido por las quejas, el Ayuntamiento tuvo que exponer en el cancel de las puertas del edifico consistorial, a la efigie del Santo Cristo de la Salud, considerado como abogado de la peste desde 1649. Más esto no evitó conatos como los registrados en los principales barrios de la ciudad. En el de la Victoria los vecinos, de forma espontánea, pretendieron organizar una procesión en toda regla con el Crucificado de la Expiración, titular de la hermandad de este nombre que se veneraba en la capilla de calle del Agua, sede hoy de la Cofradía del Rescate.

Informada la autoridad del intento, enviaron una tropa de sesenta soldados a caballo que impidieron dicha rogativa con el consiguiente altercado con los devotos. Lo mismo ocurrió en el arrabal trinitario cuando los devotos del Cristo de Zamarrilla intentaron procesionarlo, e igual en Capuchinos, donde se pretendió hacerlo con el Señor del Socorro, venerado en la ermita del Molinillo, actualmente regentada por la Hermandad de la Piedad. La excepción se dio en los Percheles, donde la gente se las ingenió para lograr, al amparo de la noche, entrar en el convento de San Andrés «y sacar en una pequeña urna una imagen de Nuestra Señora del Carmen y la pasearon por todo el barrio cantando el trisagio a la Santísima Trinidad y pidiéndole a la señora el alivio de los vecinos. Eso sin duda, causó más consuelo a los pobres enfermos que los cañonazos mandados a disparar por el gobernador».

Maticemos que esa noche no había en el monasterio ningún carmelita, ya que la comunidad se había trasladado al de Santo Domingo, por haberse dispuesto que el primero albergase a los sospechosos de desarrollar la enfermedad, mientras que los convalecientes se repartían entre los hospitales sitos en las Atarazanas, Merced, San Juan de Dios y la Trinidad. Esas resoluciones sumadas al establecimiento de estrictos cordones sanitarios y la construcción de lazaretos, cementerios y quemaderos, debieron acrecentar en buena medida un ambiente verdaderamente dantesco.

Crucificado

Precisamente al 26 de noviembre, habiendo fallecido una monja del convento de la Paz, se procedió al traslado de todo su utillaje para ser destruido en una de aquellos improvisados crematorios. Entre ellos se encontraba un Crucificado de tres cuartas de tamaño, siendo cargado en el carro pese a que el alcalde del distrito había manifestado que le daba reparo entregarlo al fuego.

Según se detalla en la crónica, al llegar a la altura de «la fuente de los Tejeros», se paró la mula a beber, aprovechando el hombre para depositar la imagen sobre la misma. Al día siguiente, los malagueños interpretaron el sucedido de milagroso, acudiendo en tropel a aquel sitio para venerar al Señor que, para 1867, era titular de la Hermandad del Santo Cristo de la Epidemia, advocación que sigue dando nombre a una de las principales arterias del barrio de la Victoria.

Por fin la plaga se dio por concluida para el 20 de diciembre, reabriéndose las iglesias después de su fumigación. Ese mismo día se organizó la ansiada procesión general para trasladar a la Virgen de la Victoria hasta la Catedral, siendo conducida en un carro a ruedas, mientras que las efigies de los Patronos «por falta de colegiales debieron ser portadas por curas con sobrepelliz».

Llegada la comitiva a la plaza se sumó el Cristo de la Salud, portado también por seis sacerdotes. Participaron de este evento todas las fuerzas vivas de la ciudad, los gremios «y cuantas hermandades y cofradías hay en Málaga, cada una con su pendón», añadiendo como colofón el anónimo autor que nos ha transmitido todas estas noticias: «El que esto escribe jamás había visto mayores sentimientos de gratitud y alabanza como los observados en esta procesión».

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