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CUADERNOS DEL PASEANTE INVISIBLE

Música y pedales (y IV) (Alsacia / Francia)

Mirando atrás al salir de Riquewihr el cielo tenía unas tonalidades bellísimas que invitaban a la parada

IGNACIO JÁUREGUI flaneurinvisible.blogspot.com.es/

Viernes, 17 de octubre 2014, 00:32

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Ni se les ocurra. Son rumores infundados, ganas de malmeter que tienen algunos. Ella es una gran dama y es absurdo implicarla; el hecho de que fuera escuchando a Lucìa Valentini-Terrani no tuvo nada que ver con el accidente. Una vez aclarado esto, recapitulemos. Había amanecido, por primera vez, nublado, pero el viajero, que es de natural positivo, se dijo que con esa luz filtrada el paisaje tendría un color nuevo. Mirando atrás al salir de Riquewihr el cielo tenía en verdad unas tonalidades bellísimas que invitaban a la parada contemplativa cada dos por tres.

Las arias rossinianas, con su punto juguetón, no podían ser mejor compañía para un ascenso duro pero asequible (con algún tramo a pie, claro); al ritmo marcial de Di tanti palpiti tuvo el viajero tal vez sus mejores momentos atléticos. El aliento le daba incluso para canturrear mientras iba saliendo de un estupendo bosquecillo para ir a dar al camino de Ribeauvillé, que domina desde lo alto la región de Colmar. El panorama, con el tenue velo de nubes dudando entre acabar o no de dejarse rasgar por un sol no muy convencido, era magnífico, pero tan amplio que no había manera de encontrar un buen ángulo, así que optó, ya que había parado, por retratar a su montura en un momento de reposo.

El descenso hasta la ciudad, en paralelo a un torrente de montaña, a tumba abierta (siempre en términos relativos), y ejecutando unas variaciones de Arsace de cosecha propia, habría sido un momento mucho más apropiado desde el punto de vista estético -si bien considerablemente más chungo desde cualquier otro- para el abrupto final que había de darse poco después en condiciones mucho menos dignas, pero las cosas hay que contarlas tal como ocurrieron.

El viajero descabalgó en Ribeauvillé, recorrió sus calles con parsimonia, compró una lata de foie, admiró una tremenda secuoya que se eleva junto al campanario de la iglesia y retomó su camino, sin que ningún oscuro presagio viniera a alertarle de lo que le esperaba. No encontró el carril bici a la salida y tomó la carretera comarcal hasta Kintzheim, pueblo mucho más anodino que su casi homónimo Kientzheim que rodeó para enganchar, ahora sí, con el carril, que iniciaba un suave descenso hasta Châtenois. Iba pensando en que el paso de nombres alemanes a franceses debía indicar alguna antigua frontera; en el adelanto que llevaba, puesto que el libro de ruta aconsejaba almorzar allí y no eran más que las doce, en dónde comería si pasaba de largo esta parada.

La pista era estrecha pero bien cuidada y trazada con tiralíneas en el terreno casi llano. Sin apenas dar pedales, con el vientecillo en la cara y el dulcísimo canto de reconciliación de Cenerentola en los oídos, pasó junto a una escuela de equitación y reparó en unos bonitos caballos que subían por la colina. No debió detener la vista en ellos más de dos segundos, pero cuando volvió a mirar adelante la rueda se había metido en el arcén cubierto de hierba. El resto es historia.

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