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:: I. Jáuregui
Una cura de humildad
HARDANGER FJÖRD (NORUEGA)

Una cura de humildad

CUADERNOS DEL PASEANTE INVISIBLE

IGNACIO JÁUREGUI

Viernes, 29 de agosto 2014, 00:05

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En la 'Guía del autoestopista galáctico', Arthur Dent descubría que la Tierra era sólo un modelo a escala gigantesca, encargado por una raza hiperavanzada a un proveedor especialista. Uno de los ingenieros que había trabajado en el proyecto le preguntaba «¿Conoce usted los fiordos noruegos? Estoy particularmente satisfecho del resultado». No hace falta creer en dioses o en ingenieros cósmicos para empatizar con ese orgullo contenido del creador: los fiordos, a quien quiera que los hizo, le quedaron definitivamente bien.

No hay nada como recorrerlos en barco, tierra adentro, para poner al ser humano en su sitio. Desde lo alto de una montaña podemos declararnos empequeñecidos y deshacernos en profesiones de humildad, pero en el fondo es una soberbia inmensa lo que nos hincha los pulmones al ver el panorama inacabable a nuestros pies. El punto de vista, ese animalito que nos sigue a todas partes, se enseñorea de un mundo que parece hubieran colocado ahí para nosotros. En el fiordo, en cambio, la sensación de anonadamiento es completa: acurrucado en el fondo de un embudo ciclópeo, uno levanta la vista hacia los paredones inclinados y experimenta de una manera puramente física su irrelevancia. No hay, ni siquiera, intensidad dramática. Aunque las orillas se van acercando a medida que se penetra, nunca llega a darse la situación de desfiladero que reduce el cielo a una grieta exigua allá en lo alto y obliga a la mirada a un escorzo violento que acabará en dolor de cuello. Un dramatismo tal alentaría el turbio placer romántico de negarse uno mismo y nos pondría, de nuevo, en el centro vacío del universo.

No, esta naturaleza atrozmente hermosa no condesciende siquiera a darse por enterada de nuestra presencia ni nos da un resquicio por donde salir de la admiración bovina, pastosa, inarticulada que compartimos, sin matices personales, con los demás pasajeros. En vano recordará uno, ya en casa, la épica reluciente de sangre y acero que Borges rescató para nosotros: escrutar el horizonte en acecho de 'la nave que los dioses temen' recibiendo en la cara las rachas 'del viento que busca los perdidos velámenes del viking' sería, incluso en la inevitable impostación del recuerdo, fingimiento intolerable.

Tiene este paisaje una monotonía sinfónica, majestuosa, de paso lento y aliento largo. El horizonte encajonado evoluciona con una lentitud más propia de la geología que del viaje fluvial; los recodos dramáticos, las desembocaduras perpendiculares, los ensanchamientos como valles volcánicos se van dejando caer inevitables y solemnes, anunciándose de lejos por una primera llamada de las trompas en sordina para resolverse, tras un crescendo inacabable de violines temblorosos, en una expansión extática de metales, un clímax tan obstinadamente diferido que, apenas alcanzado se confunde con su inevitable, progresivo apagamiento -y vuelta a empezar.

La aparición de lo humano entonces, diminuto y encajado con modestia en el relieve (una casita roja de madera con su embarcadero, unas balas de paja, un triángulo de hierba cortada de un verde incandescente) tiene una potencia conmovedora infinita. Es, como siempre, la luz la que determina el voltaje poético de las imágenes. La luz es un asunto serio aquí, en el extremo norte: un sortilegio benéfico que transfigura el mundo, bañándolo por entero sin alterar los colores, poniéndolos si acaso en evidencia. Y no se va nunca, no se acaba de ir.

Cuando se extingue, por agotamiento, el enésimo estallido orquestal, el fiordo declina en pendientes suaves, en un mundo repentinamente a escala humana donde el agua dulce ha debido ganar, contra todo pronóstico, la batalla al salitre y el viento helado del océano. Desembarcamos en un pueblecito normal junto a un lago normal y es como si nos hubiéramos teleportado de vuelta al mundo de las cosas y la gente.

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