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:: ignacio jáuregui
El club del que no se dimite (Praga / República Checa)
CUADERNOS DEL PASEANTE INVISIBLE

El club del que no se dimite (Praga / República Checa)

En el viejo cementerio judío de Praga la estrechez provoca un amontonamiento atroz

IGNACIO JÁUREGUI flaneurinvisible.blogspot.com.es/

Viernes, 20 de junio 2014, 01:02

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Se diría que el cementerio revierte, al ritmo lentísimo con que ocurren estas cosas, a un estado de naturaleza virgen. Brotando de la tierra negra entre grama y hojas muertas, las tumbas se apiñan, superponen y empujan unas a otras como árboles que se disputasen un terreno demasiado escaso para soportarlos a todos (unos vencidos en ángulos ya irrecuperables, otros más pujantes estirándose aupados sobre ellos en busca de la luz, algunos ya caídos empezando a descomponerse para alimento de los que aún se obstinan en crecer). Ciertos rincones han completado la deriva hasta lo geológico primigenio: borrado todo rastro de escritura de su áspera superficie, las lápidas se apilan en diagonal como las lajas de piedra deslizadas de una falla. En esta tarde nublada de verano el viajero quisiera contar que ha deambulado en solitario entre las sepulturas entregado a melancólicas reflexiones, pero lo cierto es que ha tenido que agregarse a una fila india por un recorrido perimetral fijo: como siempre, se las arreglará para sacar lo más que pueda de lo que le ofrecen, pero en esta ocasión hay que decir que la pérdida es grave.

Amontonamiento atroz

Lo que impresiona por encima de todo es la acumulación: un cementerio siempre es un lugar extraordinariamente denso, pero aquí la estrechez ha provocado un amontonamiento atroz, una lucha sorda por cada centímetro de tierra sagrada que conmueve más directamente que cualquier narración. La infamia del ghetto, de cualquier ghetto, queda aquí manifiesta en términos de espacio vital, exenta de toda grasa sentimental: un pueblo al que se le niega lo más básico, la tierra donde enterrar a sus muertos.

A la exigua superficie la rodean, en lugar de las casuchas apretadas en callejones laberínticos que tanta leyenda romántica le había hecho esperar, calles amplias, rectas y arboladas con edificios noblotes que hablan de prosperidad burguesa, buenas costumbres y moderado ejercicio de los placeres. Por un reflejo de indignación virtuosa el viajero está a punto de colgarles el calificativo de obscenos cuando se le ocurre que, aunque vinieran a sustituir a las viviendas primitivas del ghetto después de su destrucción, resultan contemporáneos de las sinagogas decimonónicas y no es de extrañar que los habitaran sus feligreses más pudientes. La historia de los judíos en Praga no escasea en momentos terribles, pero la demolición del antiguo barrio tuvo más bien un sentido higienista y modernizador. El hacinamiento de tumbas, por otra parte, ya había alcanzado su límite mucho antes. Si queremos rastrear las sepulturas de aquellos judíos cultos y acomodados de habla alemana que murieron en la cama sin imaginar lo que les esperaba a sus hijos, tendremos que acercarnos al nuevo cementerio de Strasnice.

El pathos de este lugar -arrebatador, denso, de una tristeza irresistible- no se libra de una resonancia impostada, artificiosa, mediada. Es una ruina celosamente conservada como tal, que ya era ruina cuando se derribó su entorno y que se decidió mantener como pieza de memoria, convertida en museo de sí misma, lugar común de la poesía local y tan poderosa en su capacidad evocativa que el mismo Hitler -si hemos de creer lo que tiene todo el aspecto de leyenda urbana- decretó su conservación como recuerdo de una raza extinguida. Pero este espesor de miradas interpuestas sólo lo conoceremos después: la ignorancia juega todavía a nuestro favor y nos permite un estremecimiento estético de buena fe.

Alfabeto ajeno

Bajo una llovizna lenta y resignada, las siluetas angulosas se recortan pardas contra un cielo de un gris desvaído; si el viajero se acerca a escudriñar las inscripciones se encuentra las más veces, bajo capas de liquen más viejas que él, un alfabeto ajeno e indescifrable que termina por vedar cualquier forma de empatía: los muertos son menos muertos si no sabemos leer sus nombres, y de cosas como esa se vale el mal para echar raíces en nosotros.

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