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El tren

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Domingo, 1 de octubre 2017, 10:57

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La llegada del expreso catalán se ha venido anunciando desde hace mucho y de formas muy diversas. Primero era un asunto ajeno. Algo que concernía a los catalanes y a su tradicional incomodidad. Luego, las campanas no han dejado de tocar a rebato advirtiendo del choque de trenes o del descarrilamiento del expreso al dar con los topes del Estado. Bien, pues el tren ha llegado. Aquí está. Todas aquellas profecías que aseguraban que detendría su marcha antes de la colisión asisten, junto a los que éramos menos optimistas, al tan poco deseado encontronazo. El encontronazo con la realidad.

Hablando de literatura, el viejo Norman Mailer escribió que una buena novela es la materialización de «una visión que nos permite comprender mejor otras visiones: un microscopio, si uno explora un estanque; un telescopio, si lo que uno explora es un bosque». En este momento estamos salpicados por el agua del estanque catalán, sus moléculas están en pleno apogeo, todavía revueltas por la gran torpeza del Partido Popular llevando al Constitucional un Estatut aprobado por el Parlamento español y por el catalán, por los errores de Zapatero y el tripartito, por el chantaje de Artur Mas y por toda esa fauna anfibia que ha aprovechado la oscuridad de la crisis económica para movilizar, enturbiar y engañar apelando a un enemigo común. España.

Para comprender el bosque catalán es necesario un telescopio que nos devuelva a un siglo atrás y al auge de los movimientos políticos que marcaron el siglo XX. Fascismo, socialismo, comunismo y, cómo no, nacionalismo. Cuenta en sus memorias Stefan Zweig -recordemos, nacido en 1881- cómo su generación se encontró con el abrupto final de un proceso histórico que parecía marchar firmemente hacia un progreso sostenido y una estabilidad sin precedentes en la historia de la humanidad. Súbitamente ese mundo se vio inmerso, al principio con incredulidad, en un escenario por el que, según sus palabras, cabalgaban «todos los corceles amarillentos del Apocalipsis». Guerras de magnitud antes nunca vista, hambre, terror y «la peor de todas las pestes: el nacionalismo que enevenena la flor de nuestra cultura europea». Pocos telescopios pueden tener una lente más precisa. Entre otras cosas porque esas guerras a las que se refería Zweig, las mundiales, tuvieron su origen en los nacionalismos europeos. En esas señas identitarias y diferenciadoras, en esos supuestos agravios históricos entre unos pueblos que, indefectiblemente, se consideraban superiores a sus vecinos. Las emociones, los himnos, las banderas, el adoctrinamiento y la manipulación de los niños ayudan a crear un clima de revancha, de hipotética justica histórica que por sí misma solucionará los problemas y allanará los obstáculos que se interpongan entre la locomotora nacionalista y la plenitud del pueblo. La Unión Europea surgió como vacuna contra esa peste y así lo ha recordado Manuel Valls. Los soberanistas, retroalimentados, están convencidos de lo contrario. Su tren es la esencia europea y no esa España opresora y botijera de la que hoy quieren escapar descolgándose por la ventana trasera, sin pensar en el vacío ni en cuántas piernas se quebrarán en el salto.

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