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De repente, todo son señales. Unas llegan desde Australia, otras desde al lado de casa. Incendios e inundaciones, fuego y agua. ¿Quién las envía? Yo que sé. Pero son más claras aún que las que mandan las muchachas de 'La isla de las tentaciones' a sus novios cuando les dicen que han ido al programa a vivir la experiencia: de ahí a hacer la escena de la piscina de 'Showgirls' con uno de los maromos supervitaminados y mineralizados servidos en bandeja hay dos mojitos y un daikiri de fresa. Pues eso.

Hasta hace poco, para algunos el ecologismo era cosa de perroflautas que abrazaban árboles desnudos y daban gracias a la Pachamama por el brócoli al son de Macaco. Ahora, estamos todos en el ajo. Hasta Tamara Falcó, la mujer que se metió con su coche dentro de un Starbucks, es partidaria de las restricciones al tráfico: «A todos nos molesta no poder llegar en coche a la almendra central, pero es más molesto un enfisema», declaró. Que la ínclita esté concienciada del calentamiento global es significativo. Desafortunadamente, aún lo es más que la lluvia, algo que en mi tierra siempre ha sido una bendición, se haya vuelto un castigo: lo de Los Alcázares no sólo clama al cielo, a ese mismo cielo que mortifica a la población de forma inmisericorde, sino también a los políticos. Y lo del Mar Menor ya es de traca. Ineptitud, ineficacia, dejación. A este paso la España llena, la de las costas, va a ser la nueva España vacía.

El problema es que, cuando acabemos con nuestro planeta, no tendremos otro sitio adónde ir. Parece que la autodestrucción ha pisado el acelerador, que vivimos en una película de catástrofes, en una rebelión constante de los elementos de la naturaleza. Que conste que nos están avisando, pero no hacemos caso. Ninguno. Acabaremos como Charlton Heston en 'El Planeta de los simios', gritando en una playa desierta. O como el novio de Estefanía.

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