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Recuerdos y condenas
Relaciones Humanas

Recuerdos y condenas

JOSÉ MARÍA ROMERA

Domingo, 11 de febrero 2018, 09:38

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La memoria se está convirtiendo en un campo de batalla. La memoria individual y la colectiva. A los conflictos asociados con el rescate de la memoria histórica empiezan a añadirse otros no menos públicos pero originados en memorias particulares, memorias lastimadas por el rastro de hechos dolorosos que afloran pasados los años. Nadie que tenga un poco de sensibilidad dejará de conmoverse ante estos relatos de supuestos atropellos cometidos sobre seres indefensos, como el que acusa al cineasta Woody Allen de haber abusado sexualmente de la pequeña Dylan, su hija adoptiva, hace veinticinco años. Pero la humana predisposición a ponerse del lado del débil no puede imponerse sobre el deber de recibir con cautela unos testimonios cargados del riesgo que acompaña a todos los recuerdos y especialmente a los más dolorosos. ¿Podemos fiarnos de ellos? ¿La intensidad emocional con que revivimos experiencias pasadas acredita que estas sucedieran tal y como las recordamos? ¿Podemos tener siquiera la certeza de haberlas vivido? Y, en consecuencia, ¿puede bastar con la versión de quien se siente víctima para garantizar la veracidad de lo relatado? Son preguntas incómodas que por regla general tienden a ser omitidas por la mente indignada, y más cuando navegan a contracorriente de los sentimientos masivos.

Sin embargo hay que hacérselas. Cuenta el neurólogo Oliver Sacks, que durante buena parte de su vida recordó haber presenciado a los siete años el devastador Blitz, la serie de bombardeos de la aviación alemana sobre Londres en la Segunda Guerra Mundial. Pero un día su hermano le convenció de que no podía recordarlos por una sencilla razón: durante aquellas semanas él había permanecido lejos de Londres, evacuado junto con otros niños a un lugar seguro en el campo. Lo cierto es que la memoria se deja manipular. De la misma manera que olvida fragmentos de experiencia o selecciona aquellos que más nos favorecen, puede permitir que consciente o involuntariamente se impriman en ella recuerdos falsos. Olvidamos unas cosas pero también inventamos otras que nunca ocurrieron. Elizabeth Loftus, una de las principales especialistas actuales en este campo, llevó a cabo varios experimentos en los que consiguió hacer creer a diversas personas que siendo niños se habían extraviado en un centro comercial. Los sometidos al estudio no solo acabaron insertando en su memoria un inexistente episodio, sino que recordaban haber estado llorando asustados hasta reencontrarse con sus padres. Pero en ocasiones basta con una vaga conversación entre amigos de la infancia sobre un día de juegos o una anécdota escolar para que alguno se vea inmerso en esas situaciones no habiendo participado en ellas.

Generalmente la gente no tiene reparos para admitir que le falla la memoria cuando descubre que se le ha borrado de ella algún dato. Ser despistado en las pequeñas cosas proporciona incluso un timbre de respetabilidad, pues se supone que uno olvida los detalles porque está ocupado en pensar en lo importante. Con menos gusto pero con cierta resignación aceptamos el drama de que ver que con la edad se pierden o se van volviendo borrosas muchas informaciones de todo tipo que antes teníamos nítidamente impresas. Llama la atención, sin embargo, la resistencia a reconocer el proceso opuesto pese a que probablemente responda a causas similares. Hasta los recuerdos más fieles a la realidad son el resultado de una sutil operación del cerebro a partir de una reproducción incompleta de los hechos. El cerebro se encarga de cubrir las lagunas con datos de su cosecha, datos que normalmente no alteran la esencia de lo acaecido. Pero en no pocas ocasiones la distorsión afecta a aspectos sustanciales, deformados por un acopio de conocimientos o experiencias propias y de información recibida de otros con posterioridad.

LA CITAMilan Kundera «La memoria no filma, la memoria fotografía»

Es un error considerar que todo recuerdo «recobrado» supone una liberación de pensamientos reprimidos a consecuencia de un trauma; a menudo constituye una elaboración a la que no es ajena el propio esfuerzo hecho para recordar. Muchos terapeutas han llegado a sospechar que parte de los datos erróneos colados en nuestra memoria pueden deberse precisamente a las propias terapias, en las que del empeño por hacer aflorar recuerdos inhibidos lleva a la fabricación de recuerdos adulterados. En la segunda mitad del siglo XX, la creencia psiquiátrica de que muchos trastornos tenían su origen en abusos no recordados hizo que se prolongaran largos tratamientos en busca de la causa remota, lo que provocó una sobrevaloración de esta clase de hechos y la consiguiente tendencia a dar por válidos todos los recuerdos que los acreditaran. «Si he aprendido algo», dice Elizabeth Loftus «es que solo porque alguien recuerde algo con mucho detalle y te lo cuente con emoción no significa que sea verdad». Si todos tenemos que aprender a convivir con la fragilidad de nuestra memoria y a no fiarnos demasiado de ella, cuánto más si están en juego la respetabilidad y la inocencia de otros. Un aviso más para no ceder a la creciente tentación de dictar condenas a partir de impresiones endebles.

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