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La patraña

Pretender deshacer lazos milenarios por un primario sentido del catetismo más tradicional es la constatación de la existencia de una caverna nacionalista endogámica, supremacista, excluyente, destructiva e irracional

JOAQUÍN L. RAMÍREZ

Domingo, 17 de septiembre 2017, 09:56

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Uno tras otro día, como un auténtico culebrón de verano, el fantasma inhabilitador se aparece a los protagonistas del 'prusés' arrastrando sonoras cadenas. Algunos ya se previenen con temor ante las consecuencias de sus acciones. Pero la incredulidad por tantos años de impunidad hace de las suyas y, en general, aún insisten en su propósito, aunque ya descomponen la sonrisa. Los dirigentes rebelados esperan una señal de que todavía sea posible salir de rositas en el peor de los casos. Incluso los agoreros, convencidos de que al final no habrá nada, ponen sobre la mesa que todo se soslayará con un indulto final y un incremento de autogobierno y privilegios para Cataluña, cuando todo esto pase.

Nadie cree que la llegada de ¡las naciones¡ sea el antídoto, ni siquiera el placebo para calmar absolutamente nada. Tampoco nadie pudo imaginar, ni en sus peores sueños, mayor cerrazón internacional que la que está padeciendo el secesionismo catalán. No es ya la respuesta machacona de los representantes de la UE, insistiendo en sacar de su organización a una presunta república catalana, sino en todo el mundo el mensaje favorable a las tesis unionistas del Gobierno o el flagrante desinterés por dar ni la más mínima cobertura a ninguna delegación o gesto de la cosa independentista. Al final, en esta cuestión, sólo queda autojalearse, como los hinchas de un equipo deportivo, para poder continuar.

El curioso y atípico texto de la rimbombante 'ley de transitoriedad' -ya saben, de la ley a la ley sin pasar por la democracia- contempla entre sus lindezas con la previsión de que los catalanes secesionados conservarían su nacionalidad española. Dado el precepto constitucional de que ningún español de origen podrá ser desprovisto de su nacionalidad, el cálculo era bien sencillo. Siete millones y medio de españoles, ciudadanos de la Unión Europea, por tanto, y a la vez nacionales de un pretendido nuevo estado plantearían algunas incógnitas; al menos, ese era el objetivo. De haberlo conseguido, al preservar su nacionalidad, esta población mantendría intactos sus derechos políticos de sufragio y representación para enviar a Junts pel Sí o ERC -por ejemplo- a las Cortes Generales. Esta monería y algunas otras serían las consecuencias de un proyecto de ciencia-ficción que pone a prueba las más mínimas dosis de inteligencia, seriedad o rigor. La propaganda y las mentiras o las simplezas de «urnas son democracia» y «las inmensas peculiaridades culturales y diferenciadoras» que hacen inviable la pertenencia a una nación como la española han ido elevando su intensidad y creación hasta niveles ignotos. La llegada de un Cervantes catalán, también Colón, y más personajes, no ha hecho sino ridiculizar un tanto todo este suceso. Reescribir la historia ha sido otra de las constantes, ya sea para hablar de 1714, Casanovas, el papel de los Austrias o Felipe V de Borbón.

No fue buena idea transferir la educación a las comunidades autónomas, quizá tampoco otras materias, y no es fácil dar marcha atrás. El consenso constitucional de 1978 trajo democracia y progreso económico y social, también el reconocimiento de la legitimidad de un mayor autogobierno y descentralización, pero nunca buscó el exacerbamiento de la endogamia de pueblos, barrios o calles. Ser diferentes, pretendidamente mejores y deshacer lazos milenarios por un primario sentido del catetismo más tradicional es un error extemporáneo. Por otra parte, crear este clima y poner en funcionamiento una maquinaria de mentiras y pasiones por una imposible independencia, creando la división social dentro y fuera de Cataluña, es la confirmación de un inmenso daño de cuya responsabilidad muchos van a tener que responder gravemente.

La alusión a la caverna mesetaria centralista con la que tantas veces se ha criticado -con razón y sin ella- a la permanencia de un estado de cosas en nuestro país da paso a la constatación de la existencia de una caverna nacionalista endogámica, supremacista, excluyente, destructiva e irracional. El mal está hecho, pero no es un choque de trenes -como dicen algunos-, es un pulso al Estado, un desafío perdido de antemano. Sus inductores menospreciaron a España y a los españoles, a nuestras instituciones, a nuestra democracia y a nuestra historia -la común, que es también la suya-. Es triste ver marchar a los perdedores para arrostrar sus responsabilidades, pero es justo; es inevitable.

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