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Domingo, 17 de septiembre 2017, 09:52
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Carlos Fernández cuenta ya los días de su metamorfosis de prófugo a presunto pájaro libre en una prisión inmunda. Acostumbrados a un derecho penitenciario casi de diseño incluso para nuestros más conspicuos corruptos -pujoles aparte-, la cárcel del exconcejal es una mazmorra kafkiana con materiales de suburbio y sin romances del prisionero anónimo a la cucaracha voladora. Es su primera condena, un peaje de riesgo espejo del país. A aquella marabunta de presos no la salva del infierno una camiseta firmada por el mismísimo Messi ni una que les bendiga Bergoglio, su profeta en aquella tierra. En el penal de Chimba, en las antípodas de Soto del Real, cuesta imaginar algún futuro que no sea el motín, incluso para un político acostumbrado a prometer un mundo feliz también para sí mismo.
Fernández lo buscó a su manera cuando escapó de su arresto en un peculiar camino jacobeo. Pasado el tiempo, es un ermitaño vip entre el lumpen. Los bajos fondos nunca le fueron ajenos, pero ahora toca darse de bruces con las letrinas procesales, con una realidad incómoda de fina fontanería jurídica. Vuelve por su pie a estar en manos de los jueces, de los de aquí y los de allá. Nuestro Richard Kimble no es inocente, la justicia poética no le acompaña y está procesado. Sólo se cansó de huir cuando le han salido las cuentas. Se entrega con los deberes hechos, incluso esa asignatura por libre de dejarse operar la frente marchita por un cirujano más comedido que el del Dioni.
Dicen que Fernández no quemó las noches en la Argentina profunda. Quizás no halló gauchos en limusina. Se presentó oblivoluntario con su punto de entereza, custodiado por dos guardias que ya presumen de su wharholiano momento de gloria. Fernández se olvidó de esa jurisprudencia del achaque múltiple, la innovación jurídica que introdujo Julián Muñoz con la dramatización del deterioro hasta comparecer como sombra del cachuli que fue. Él no llevaba entre aquel diagnóstico de casi muerto viviente ningún test de dignidad, sino el aranzadi completo de la picaresca. La coherencia de vividor, intacta, pero su dignidad tenía metástasis irreversible, como le pasa a la de Fernández, el niño bonito de Gil lanzado en la desgracia a la charca, y luego ascendido de sapo a caballo blanquiverde para llevar a la Yagüe a la Alcaldía. La penúltima galopada puede ser excesiva si al final de esa temeraria Pampa hasta la prescripción le cornean las togas azabache a las que burló. Si escapa con bien, siempre será Fernández 'El prófugo', un mal nombre incluso para un vendedor de seguros, pero aceptable para los platós de la telebasura. Su huida hacia adelante ha durado más de la mitad de esa nada que cuenta el tango, y muchísimo más que la condena a compartir con otros entrañables malayos. Vivir prófugo tambien es elegir.
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