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El muro invisible

El muro invisible

Josefa, Vicente, María y Francisco han fallecido buscando un mundo mejor y más justo. Su esfuerzo ayuda a que caiga esa muralla intangible que nos separa

ISIDRO PRAT

Sábado, 12 de agosto 2017, 10:14

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No nos quedan lágrimas para llorar el trágico final en una carretera de Eedigapalle en la India. Se nos han ido tres vecinos de Ronda y uno de Granada. Un choque frontal se los llevó por delante cuando iban a visitar unas instalaciones de la fundación humanitaria Vicente Ferrer con la que colaboraban.

Muchos malagueños gastan sus vacaciones en colaborar con ONGs. Pagan de sus propios bolsillos el viaje y parte de la estancia para trabajar en países subdesarrollados. La entrega es total operando cataratas en Somalia, montando escuelas en Ecuador, talleres para diagnóstico precoz del sida en Brasil o ayudando a la seguridad alimentaria en Perú. Málaga, es tierra solidaria en esos menesteres con más de 16.000 voluntarios en la provincia. Cruz Roja, Cáritas, Cudeca, Banco de Alimentos, Cibervoluntarios, Médicos del Mundo, Payasos sin Fronteras. Tenemos donde escoger. Hay tantas razones para trabajar en organizaciones de ayuda como cooperantes hay. Ayudar, sentirse útil, tranquilizar la conciencia, conocer otras culturas y respetarlas son algunas de las motivaciones.

Nos rasgamos las vestiduras cuando Donald Trump anuncia que va a construir un muro en la frontera sur entre Estados Unidos y Méjico. Una barrera física que corte el flujo de inmigrantes ilegales desde Centro y Sudamérica. No es una idea nueva porque 1.100 kilómetros, desde las playas de Tijuana, ya fueron levantados por el presidente Bill Clinton en 1993 sin tanta escandalera. Ahora, quiere completar los 2.000 kilómetros que faltan aunque le cueste 25.000 millones de dólares. Barack Obama tampoco se lo puso fácil a los 'espalda mojadas' deportando 2,6 millones de inmigrantes durante su mandato y manteniendo un gran despliegue de sensores térmicos, cámaras de vigilancia y 20.000 agentes fronterizos. Está más que demostrado que las vallas y los muros no atajan el flujo migratorio pero aumentan la delincuencia y los muertos. Esas barreras, tarde o temprano acaban cayendo porque no son la solución ni mucho menos.

Echaron abajo el Muro de Berlín tras 28 años de sufrimientos y muertes, pero otros se han levantado en otras partes del planeta. Entre Israel y Cisjordania para impedir el paso a los palestinos, en Hungría para controlar a los serbios. Marruecos construyó un muro de arena de 2.700 kilómetros para los saharauis, otro de 900 Km. en Arabia Saudita para impedir la entrada de iraquíes, entre India y Bangla Desh por disputas territoriales, en Evros y Chipre que separan griegos y turcos, en Irlanda del Norte que divide católicos y protestantes. Construcciones de hormigón o de alambre para conflictos religiosos, raciales, políticos o económicos. Reino Unido y Francia van a levantar uno de cuatro metros de alto en Calais. Actualmente, hay contabilizados en el mundo 65 muros y ninguno ha servido para nada. En Ceuta y Melilla, tenemos nuestras propias vallas de seis metros de alto, cámaras térmicas para detectar cualquier movimiento en los alrededores y un mar Mediterráneo capaz de tragarse personas y sueños. No encuentro tanta diferencia como para sacar pecho ante esos países que tanto criticamos.

Como respuesta a la mayor crisis migratoria europea desde la II Guerra Mundial, Europa responde confinando en Turquía los refugiados que llegan a Grecia en una evidente vulneración de las normas internacionales de asilo. Allí han montado varios campos de concentración para más de tres millones de personas desplazadas, en su mayoría sirios. La Unión Europea ha endosado el problema al vecino turco a cambio de prebendas y una millonada. Es sonrojante comprobar cómo los países con menos recursos son los que globalmente soportan la mayor parte de refugiados. Paquistán, Líbano, Irán, Etiopía, Jordania, Kenia y Uganda acogen el mayor número de ellos. No encontramos ningún país europeo hasta la octava posición de Alemania con 478.000 refugiados. ¿Y el resto? Europa lleva años calculando fórmulas de porcentaje y formas de acogida esperando que escampe.

Qué lejos quedan las grandes promesas de ayuda. Guerra, persecuciones, violencia y hambre son la causa de esos masivos desplazamientos. Si la situación no se arregla en su país de origen los refugiados seguirán llegando. Si un muro impide el paso buscarán otras formas de cruzar porque volver no es una opción.

¿Tender puentes o levantar muros? Esa no es la cuestión. No podemos estar jugando con esas personas. Mandarlos a otros países o impedir su paso con vallas o con balas no es de recibo. Hace algunos años, no muchos, éramos nosotros los refugiados de guerra o los desplazados por la miseria, quienes buscábamos nuestro sueño en Venezuela, Argentina o Alemania. Logramos salir de ese trance a base de inyectar grandes dosis de cultura. Dotar de infraestructuras básicas y medios para que puedan explotar sus propios recursos es el inicio pero educar debe ser el fin último. No hay otra herramienta mejor para solucionar el problema de fondo.

La incultura es el auténtico muro invisible. El verdadero sentido de la educación no es acumular conocimientos, sino el enseñar a pensar, a mejorar. Foster Wallace decía «Apresuraros a dejar en el mundo vuestra parte de maravilla, rebeldía y generosidad». Los cooperantes son pequeñas gotas de agua en un inmenso campo yermo. Insuficientes a todas luces, pero son el camino. Josefa, Vicente, María y Francisco han fallecido buscando un mundo mejor y más justo. Su esfuerzo ayuda a que caiga esa muralla intangible que nos separa. Un pedazo de nuestro corazón se ha ido con ellos. Allí ha quedado. Lejos, muy lejos. Entre los granjeros del sur de la India.

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