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Incompetencia

JOSÉ MARÍA ROMERA

Viernes, 12 de enero 2018, 07:49

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En la pugna política siguen en vigor las viejas muecas. Hemos avanzado en muchas cosas, pero nuestro arsenal retórico para la crítica de los errores ajenos se abastece de los mismos argumentos. Cuando alguien se equivoca, lo primero es atribuirle la mala intención, porque sabido es que la maldad anida siempre en las filas de nuestros adversarios mientras que nosotros somos dechados de virtudes. Viene después el argumento de los intereses de partido, de clase o de grupo de poder, y a ello suele sumarse la certeza del provecho personal. Malvados, sectarios y corruptos: así son los otros, y no parece que ese retrato les incomode demasiado. Pero otra cosa es si se les llama tontos, estúpidos o incompetentes. Eso les subleva.

El político (y por extensión el alto funcionario, el administrador, el responsable de cualquier escala) está poco preparado para encajar las críticas sobre su valía debido a que ofrecen pocas escapatorias. Así que tampoco pone en tela de juicio la valía de los demás, no sea que hacerlo produzca algún indeseado efecto bumerán. Y sin embargo son innumerables los problemas originados total o parcialmente por la falta de capacidad de alguien. Es una tendencia en aumento. La proporción de inútiles en el poder y en los servicios públicos crece, ya sea por el retroceso general de la meritocracia, por la banalización de la labor funcionarial, por el triunfo de las apariencias o por la relajación de los sistemas de selección y acceso a los puestos. A menudo los incompetentes son bellísimas personas que además se esfuerzan por no caer en la arbitrariedad ni, por descontado, actuar en su propio beneficio. Pero si cometen un error de bulto prefieren que se les tilde de perversos y no de ineptos. Y los esquemas mentales del ciudadano se orientan en la misma dirección.

Sería insoportable descubrir, por ejemplo, que el malhadado 'procés' no se ha debido al concurso de una pandilla de merluzos inhabilitados para dirigir un plan de tanta complejidad, o que el caos circulatorio motivado por el reciente temporal de nieve se agudizó porque los encargados de su gestión eran unas auténticas calamidades. Consuela más pensar que unos y otros actuaron así por astucia, guiados por algún anhelo destructivo, buscando efectos favorables para ellos o sus partidos, pues al fin y al cabo dentro de esos márgenes suelen moverse nuestros juicios. Pensar que nos gobierna la maldad es inquietante, pero más descorazonador aún sería descubrir que estamos en manos de gente sin preparación alguna para abordar los retos de un mundo que cada día se vuelve más enrevesado e indescifrable. Y ellos lo saben. Así se deduce del sarcasmo de Gregorio Serrano, el director general de la DGT, en su respuesta a quienes le acusaron de no estar al timón del barco el día de autos: eligió dar la imagen de un gamberro provocador y soberbio antes que reconocer su incompetencia.

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