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La Rotonda

¡Es la Historia, estúpido!

Antonio Ortín

Málaga

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Lunes, 23 de octubre 2017, 08:07

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España no aprende su Historia. Memoriza y repite como un papagayo la doctrina que en cada legislación, en cada autonomía, dicta el relato oficial sobre el pasado común. Es una de las consecuencias nefastas de esa sucesión de cambios normativos que sufre el sistema educativo en función de quién y dónde gobierne. Pero conocerla a fondo, abordar con sentido crítico y rigor la memoria colectiva de los hechos que nos han traído hasta aquí es una de las grandes deudas que arrastramos los españoles desde antes de la Edad Moderna. Y eso explica en buena medida lo que sucede desde tiempos remotos. Lo estamos viendo estos días con el desafío catalán. Para los nacionalismos, la manipulación historiográfica siempre ha sido un poderoso instrumento que da verosimilitud a las mentiras y confusiones que articulan su discurso. Los independentistas han modificado sin escrúpulos la génesis y desarrollo del Reino de Aragón y su relación con el poder condal de los Berenguer. Puro artificio efectista para proporcionar solidez al germen de una supuesta 'nación histórica catalana'.

A partir de ahí todo vale, especialmente si además se refuerza el mensaje de que el peso del centralismo (monarquías, imperios y metrópolis) ha ido ahogando lo que supuestamente son manifestaciones 'culturales' de origen arcaico. Lo ha hecho con frecuencia el nacionalismo vasco a propósito, por ejemplo, de la ikurriña; una ensoñación personal de Sabino Arana en las postrimerías del siglo XIX que han acabado por convertir en símbolo de todo un pueblo. O el mito del euskera, que pese a transmitirse en las ikastolas como lengua vernácula, lo cierto es que no es hasta la cumbre filológica del Santuario de Aranzazu de 1968 cuando se produce la unificación definitiva del batúa, el idioma que hoy conocemos. Hasta entonces, eran dialectos dispersos en el territorio vasco.

Y así va transcurriendo la Historia de España. Somos, por todo eso, presa fácil para las ambiciones de los desaprensivos. Lo hemos sido históricamente, porque en general nos limitamos a adherirnos con furia ibérica a la consigna del momento, esté o no fundamentada en nuestro propio recorrido como pueblo. Basta sólo alguien con destreza y capacidad de seducción para encender la chispa. Caemos rápido. Por eso aquí nos han llevado a entonar lo mismo el '¡Vivan las caenas!' que el '¡No pasarán!'; a resignarnos con convicción al absolutismo y a la dictadura que a abrazar el estallido de revoluciones. Es genética española ese contraste entre la mansedumbre pesimista de tertulia de Café Gijón y el chispazo de la 'vicalvarada' de 1854.

Nos iría mejor, quizá, si leyéramos más de nosotros mismos, de dónde venimos, y pudiéramos reprocharle a los iluminados de turno aquello de Clinton a propósito de la economía: «¡Es la Historia, estúpido!».

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