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La guerra santa

FELIPE BENÍTEZ REYES

Sábado, 7 de abril 2018, 09:45

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Comoquiera que la realidad es una entelequia que cada cual interpreta a su modo y compone a su medida, estamos obligados a buscar una armonización entre realidades si queremos que esas realidades pierdan el plural y obtengamos un espacio de convivencia más o menos razonable y llevadero. No es tarea sencilla, claro está. Hay quienes dicen tener trato con extraterrestres, hay quienes consideran que las vacunas propician enfermedades, hay quienes aseguran que, tras la muerte, serán recompensados con una pandilla de vírgenes o bien con una vida eterna y virginal, hay quienes sostienen científicamente que la Tierra no es redonda, hay quienes sienten devoción por san Pancracio o por Vishnu, hay quienes están convencidos de que nuestros gobiernos nos fumigan con agentes químicos... Hay, en fin, de todo, y casi todo de calidad. Según las épocas, el pensamiento irracional goza de una implantación variable, aunque hay que reconocer que las creencias religiosas, con sus más y sus menos, tienen una capacidad de adaptación a las circunstancias y una resistencia al progreso que las convierten en consustanciales a la condición humana: mientras haya mortales habrá dioses.

En nuestros días, asistimos al debate sobre otra creencia de índole sagrada: el nacionalismo -y derivados-, que, forzando apenas un poco las cosas, puede interpretarse como la renovación del culto a la Madre Tierra, aunque con argumentos aparentemente laicos. Y digo «aparentemente» porque se trata en esencia de un sentir religioso, y como tal basado en la fe, y, como tal fe, situado por encima de los argumentos políticos, de las convenciones jurídicas, de la demoscopia, de la realidad y de la razón: una suprarrealidad. Dado que una fe no admite contraargumentos, los argumentos contrarios al nacionalismo corren el riesgo de verse acusados de fascismo, de traición o de agresión a una causa legitimada por sí misma: quien cree en un dios no está capacitado para dudar de la existencia de ese dios, del mismo modo que quien cree en un concepto supremo no puede rebajarse al acatamiento de unos conceptos subalternos, como por ejemplo las leyes.

No podemos saber qué proyecta cada cual en su sentir patriótico, al no ser un sentimiento unánime, sino una sugestión personalizada, lo que no supone un obstáculo para que se presente como un afán colectivo que puede englobar tanto al neoliberal como al retrorradical. La magia, en fin, de las quimeras abstractas.

Quienes exigen una solución política para este conflicto es posible que estén confundiendo la diana, ya que no se trata en esencia de una cuestión política, sino de una cuestión de fe: la imposición de un dogma, y las controversias teológicas tienen una solución difícil. Al menos en este valle de lágrimas. Pero suerte.

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