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Golpe de dados

Ferroagosto

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Jueves, 24 de agosto 2017, 08:16

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Ferroagosto, término italiano que significa agosto de hierro, referido al calor insoportable y humedad pegajosa que estos días impera en Roma, y por extensión en toda la Europa del sur. Y ya que hablamos de imperio, el ferroagosto se instituyó como la Feriae Augusti, las vacaciones que el primer emperador de Roma, el princeps Octavio Augusto estableció como fiesta laica para sus dominios, sobre todo para el ciudadano romano, productor de vino, victorioso capitán de legiones, y legislador avanzado, que venía a celebrar el inicio de una nueva vida simbolizada en la exhibición de las labores agrícolas en procesiones con carros inundados de flores y ofrendas a los dioses, antes de quitarse del medio en villas privadas, los ricos, y colonias comunitarias, los menos ricos. La Iglesia Católica dio un sentido transcendente a las fiestas laicas y decretó que en estos días la Virgen María había ascendido a los cielos. Desde ese momento, se unió la vocación con la vacación y desde entonces se tienen dos opciones: si no sales a la calle es mejor que te calles y reces en la soledad y silencio de las Iglesias abiertas, estas sí, para dar paz al peregrino. Además se agradece la sombra del tiempo, como escribió Carlos Pujol en una novela magistral del mismo título, los templos romanos, cientos, te ofrecen cobijo espiritual mientras aspiras un incienso que rebaja la ansiedad nerviosa del verano, estación inhóspita e incómoda por antonomasia.

Este articulista, que vivió tres meses en Roma precisamente cuando adaptó la obra de D´Annunzio 'El Martirio de San Sebastián', sabe lo que es una ciudad desierta, 'chiusa', puerta cerrada a cal y canto en comercios y restaurantes, con excepciones, claro, como alguna zapatería a disposición del incauto turista en Vía Condotti, pero a precios inalcanzables, y el viajero, claro, prefiere 'mangiare que te fa bene' a lucir unos mocasines de piel de cocodrilo.

Es que desde el 18 a.c, fecha del decreto de Augusto, hasta hoy, es decir, hace más de dos mil años, los italianos practican un éxodo masivo a playas mediterráneas o adriáticas, y los sufridos excursionistas que se ven por ahí no sólo padecen el llamado síndrome de Stendhal por la saturación de tanta belleza sino también por tanto trasiego acumulado mientras contemplan la Galería de los Uffici pensando en los cincuenta grados que les aguarda en Ponte Vecchio. Hay algo bueno en el ferroagosto italiano, puede accederse gratis a museos, termas, panteones, villas y hasta a la Domus Áurea de Nerón. En Málaga el turista también soporta lo suyo. La semana pasada una pareja de estadounidenses -de Obregón- que venían de pasar los rigores del Cartojal en la city, me rogaron, más despistados que ebrios, por los alrededores de El Corte Inglés, que les indicara donde se encontraba el mar, que no daban con él. Entonces pensé en los muros que a veces nos ponemos los humanos para no disfrutar de las bondades que la naturaleza nos brinda, en este caso, el mar, y nada más.

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