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La familia real

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Jueves, 5 de abril 2018, 07:31

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No se alarmen, no voy a analizar las desavenencias entre los miembros de la Familia Real española, ni voy a destripar la novela de William T. Vollmann, la novela del siglo la llaman en Estados Unidos, tras olvidar que la crítica, tanto académica como periodística, dijo lo mismo de 'Libertad' de Jonathan Frazen en 2010, o de cualquiera de las incursiones literario-anfetamínicas de Foster Wallace, justo antes de suicidarse en 2006; y dejemos de lado el altar en que se colocó la estirpe anterior de escritores norteamericanos del siglo pasado, padres fundacionales de la moderna narrativa: de Scott-Fitzgerald a John Dos Passos, de Faulkner a Capote, a los que deben sumarse los que se han quedado en el tintero; sin embargo, me gustaría abordar algunos de los temas esenciales, ese mundo 'maravilloso' de clase media con afán protagónico, del que extrae su jugo la voluminosa narración de Vollman -mil cien páginas en 'Pálido fuego'- en la que este autor californiano no describe peripecias si estas no van siempre acompañadas por crudas metáforas de compasión a lo Fiodor Dostoyevski. En 'La familia real' lo que se denuncia es la prostitución no sólo como norma de un sistema carente de servicios humanitarios y vampiro en impuestos morales, sino la prostitución en todas sus formas individuales: espirituales, carnales, éticas, políticas, ¿quién da más?; se trata del cuento de un hombre enfrentado a una sociedad que tergiversa sus funciones para imponer sus vacuos criterios de éxito social, valores fugaces basados en la información, jamás en la formación, y cuya audaz y ordinaria esfera de dominio se escuda en frívolas maniobras tecnológicas, universo de cartón piedra, espiritualmente nulo, egoísta, atroz, y para más inri, profundamente reaccionario, que otorga patente de corso, o de príncipe, a cualquier bastardo. Palidece el mandato de Huxley en 'El mundo feliz', incluso se queda anacrónica la fábula orwelliana de '1984'.

Y el puente que nos une a la amarga videncia -lucidez extrema- de la novela de Vollmann no es pequeño, no, al contrario, es ancho y macizo como el londinense Puente de Vauxhall, al lado de la estación de Pimlico; más claro: la barbarie prostituida se ha apoderado de todos los continentes, países, ciudades y pueblos del planeta Tierra, también de su enfermiza biosfera, quizá de la galaxia, sería una pan-barbarie de pérfidos epsilones automatizados. Cuando, por ejemplo, leo que han sido cientos las mascotas abandonadas en Semana Santa, precisamente una semana de fe en la calle -perros encontrados en cunetas, gatos arrojados a la basura-; cuando decenas de ancianos mueren en absoluta soledad y sus cadáveres son encontrados porque los vecinos denuncian el inaguantable hedor que expele aquel apartamento donde aquella persona rumió sus últimos momentos, cuando observamos con estupefacción teledirigida los conflictos, las fronteras en llamas, los bailes de salón de las ideologías, es entonces cuando nos vemos reflejados en el espejo deformante de nuestra patética realidad. Y debemos pensar qué ha pasado, en qué hemos fallado, y por fin caemos en la cuenta de que esa, sólo esa, era nuestra auténtica familia real.

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