Esperanza
MANUEL VILAS
Jueves, 27 de abril 2017, 10:13
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MANUEL VILAS
Jueves, 27 de abril 2017, 10:13
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Hemos visto a Esperanza Aguirre llorar. La hemos visto traicionada y engañada. Al margen del significado político, parecía una mujer en trámites de divorcio. Parecía una mujer a punto de poner una denuncia por maltrato. O una mujer que acababa de enterrar a un hermano. La televisión propulsa significados inesperados. También parecía ante las cámaras como una madre «que no supo vigilar». Tenía que vigilar a su chico, a sus dos chicos malos. Tanto Francisco Granados como Ignacio González parecían estar cortados por el mismo patrón y exhibían una iconografía trabajada: hombres maduros, con una pincelada de galán crepuscular, siempre enfundados en buenos trajes, con cuellos de camisa que contenían cierto toque original y corbatas que les quedaban bien. Ni Granados ni González estaban gordos o padecían sobrepeso. Tenían su buen tipo, dada su edad. Los dos son cincuentones apuestos. Había agilidad en sus cuerpos. Eran, de alguna forma, una extraña familia: Esperanza y sus dos novios. O Esperanza y sus dos hijos. O Esperanza y sus dos hermanos. Por eso se ha sentido «engañada». Cabe imaginar el grado de confidencialidad que Francisco e Ignacio debieron de tener con Esperanza. Hablarían de todo. Francisco ya se fue. Bueno, le quedaba Ignacio. E Ignacio también ha sido llamado a filas. ¿Quién es ahora Esperanza? ¿Una viuda? ¿Una mujer explotada? Pensará que Ignacio, al final, tampoco la quiso. Después de tantos años de estar juntos, se fue con el dinero. Los dos eligieron el dinero. Tal vez sea eso lo que más le duela a Esperanza. Porque ella tenía una ambición muy superior a la del dinero. En el fondo, fueron dos hijos mal criados. No los vigiló lo suficiente. Pase que tuvieran sus caprichos, algún reloj de oro, algún Mercedes, algún piso de más, cosas admisibles. ¿Pero robar y sobre todo que te pillen? La de veces que comieron juntos. La de veces que Ignacio estaba siempre allí. Porque Ignacio le hizo creer que ella era todo.
Los dos halagaron su vanidad. Ay, Esperanza, que igual fue tu propia vanidad la que no vigilaste bien. Siempre nos puede la vanidad. Eran dos cincuentones que quedaban bien. La adornaban a ella. A Esperanza le agradaba lo bien vestidos que iban siempre. Podía presumir de ellos. Dos señores de gimnasio, dos señores con gusto. Resultaba agradable recibirlos en el despacho a las nueve de la mañana, que le prepararan el día, que la quisieran, que tomaran café con ella. Ignacio era su segundo. Ignacio tenía que velar por ella. Le gustaba esa confusión: novios, subordinados, hermanos, hijos, compañeros. De lo de Federico ya se había repuesto. Y ahora le llega la puntilla. ¿Le pedirán perdón alguna vez? ¿Eran amigos? ¿Existe la amistad? A lo mejor dentro de veinte años se encuentren por casualidad los tres en la calle, en un paso de cebra, cuando Esperanza sea ya octogenaria y viva olvidada de todos y de todas, como dicen los de Podemos. Madre, hermana o novia de los corruptos de Madrid, Esperanza se retira a sus aposentos con el corazón helado.
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