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LÍNEA DE FUGA

LA BIZNAGA

Antonio Javier López

Domingo, 2 de abril 2017, 10:04

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En el primer cajón del mueble bajo y parado junto a la mesa del periódico han ido cayendo los cordones que sostenían las acreditaciones para cubrir el Festival de Málaga. Cintas negras, rojas y blancas enredadas como las anécdotas, los recuerdos y las nostalgias, sobre todo la de aquel año en el que, si llevabas colgando el escapulario en la zona de prensa, te daban gratis un café y un donut de marca Donut. El que quisieras.

El paso del tiempo ha traído cierta perspectiva como para caer en la cuenta de que en la edición del festival que terminó hace una semana apenas había chillerío adolescente aferrado a las vallas custodias del Teatro Cervantes y del Málaga Palacio. Y la imagen, o su ausencia, quizá sirva para ilustrar un estado más amplio y generalizado del festival, un tránsito sereno en su propuesta desde la gente que tenía cosas que enseñar hasta la gente que tenía cosas que decir. Sin ir más lejos en la hoja del calendario, la sección oficial -escaparate para bien y para mal de lo mucho que se proyecta en la programación del certamen- ha dejado este año un puñado de películas de las de asentir en silencio cuando aparecen en la pantalla los títulos de crédito.

Y mira que no le ha sobrado crédito al festival, ni en los euros ni en los afectos de cierta nomenclatura de la escena cultural de la ciudad instalada en el rajar por rajar de la cita cinéfila. El festival tiene muchos aspectos que mejorar (que vuelvan los donuts, por ejemplo), pero ese espíritu crítico debería ser también ecuánime a la hora de valorar una iniciativa que ha cumplido dos décadas asentada en la agenda cultural, social y económica de la ciudad. Y más allá.

Hay hoteles que adelantan su temporada alta -y sus contrataciones- varias semanas a cuenta del festival y sus invitados. Hay terrazas y bares que siguen frotándose las manos y las cuentas días después de que se hayan apagado las luces de los proyectores. Hay colas en el Albéniz cada tarde de festival para ver películas en una pantalla como manda el dios del cine. Hay una red de empresas malagueñas y andaluzas -modestas en la mayoría de los casos- vinculadas al sector audiovisual nacidas, crecidas y proyectadas al calor del festival.

Hay este año dos producciones en la sección oficial, varios documentales entre los pases especiales y un buen puñado de cortometrajes realizados en Málaga que encuentran en el festival una plataforma para la difusión que sirve de ejemplo y aliento para muchos que vienen detrás. Hay en el festival una oportunidad para la autoestima gregaria, para recordar que aquí y desde aquí se pueden facturar proyectos audiovisuales dignos de ser tenidos en cuenta.

Hay también datos fríos para justificar la calidez hacia el festival. Con menos pases que el año pasado, el certamen aumenta la presencia de público y la recaudación en taquilla. Realiza en la ciudad un gasto directo de casi 1,4 millones de euros, mientras recibe del Ayuntamiento 1,77 millones para su realización. Hasta 77 personas han encontrado un trabajo estos días a cuenta del festival y los hoteles de la capital han registrado una ocupación del 95%. Para la Semana Santa esperan rozar el 90%. Y antes de todo lo anterior, el certamen había promovido una nueva edición del ciclo Málaga de Festival (MaF) con su chorreo gozoso de 156 actividades -la inmensa mayoría, gratuitas- en apenas tres semanas.

Casi cualquiera por aquí con la mitad de esos datos montaría una rueda de prensa para sacar pecho estadístico en la foto. El festival mandó una nota huérfana de adjetivos, con una contención retórica ilustrativa de su manera de manejarse en estos últimos años, de su eficaz elegancia. Ahí está su premio, una biznaga. Una flor que no es una flor. Un puñado de jazmines injertados en un tallo enjuto, una obra de ingeniería milenaria, sabia en su modestia, mejorada con paciencia y callo. Una metáfora del festival. Fin.

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