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RELACIONES HUMANAS

Activismo de sofá

JOSÉ MARÍA ROMERA

Domingo, 19 de febrero 2017, 10:16

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El tecnoactivista está satisfecho. Hoy ha tenido un buen día. Por la mañana ha retuiteado una llamada a firmar un manifiesto contra la caza de ballenas, una petición para investigar un caso de corrupción y el enlace a una campaña en favor de una familia desahuciada. Luego, después de reenviar a sus grupos de whatsapp un vídeo musical de apoyo a las investigación sobre enfermedades raras, ha suscrito mediante un clic otra solicitud de supresión de barreras arquitectónicas en su barrio para acto seguido sumar vía Facebook su like a los de miles de indignados por la exhibición de pancartas nazis en los estadios. ¿O tal vez era contra el consumo de bebidas azucaradas? Esta podría ser en trazo grueso la caricatura del nuevo militante generado por Internet y sus mágicos poderes para crear redes de compromiso.

¿Cabe mayor emoción que la de sentirse en primera línea moral de todos los combates sin necesidad de abandonar el sofá? El ciberespacio público se presenta sobresaturado de iniciativas de todo tipo que cuentan con millones de adhesiones, como si repentinamente se hubiera apoderado de él un inusitado frenesí testimonial. La apariencia de movilización masiva que presentan esta clase de iniciativas no consigue ocultar, sin embargo, su naturaleza inestable. Por unos de esos frecuentes espejismos causados por el fetichismo digital de la época, se tiende a atribuirles más éxitos de los que realmente les corresponden. Ocurrió con la Primavera árabe y ocurre continuamente con supuestas campañas virales de todo tipo que más que originar acciones positivas actúan a modo de acompañamiento ruidoso de los verdaderos procesos donde estas se incardinan. Que en ocasiones gracias a las cadenas de mensajes se haya podido dar con una persona desaparecida, enmendar un abuso judicial o burocrático o desmentir bulos muchos menos de los que a diario se propagan por estas mismas vías no les concede un valor especial.

El slacktivism (activismo del vago) nos hace creernos mejores de lo que en realidad somos. Se podría decir incluso que devalúa el compromiso político y social manifestado históricamente en formas analógicas tales como el asociacionismo, la cooperación, la resistencia o la lucha. No habría que ponerle reparos si solo se tratase de una más de las comodidades proporcionadas por la tecnología que nos ahorran esfuerzos innecesarios en tantos órdenes de la vida. Es que, como explicaba Evgeni Morozov en El desengaño de internet. Los mitos de la libertad en la red (Destino, 2011), bajo la apariencia de agrupamientos masivos de la opinión los que se fomenta es la fragmentación de las fuerzas y la atomización individualista de unos empeños en teoría guiados por el altruismo. De la misma manera que la moneda introducida en la hucha del Domund dispensaba de cualquier reflexión crítica sobre las causas de la desigualdad planetaria, el clic aplicado muchas veces al desgaire, en una especie de automatismo pavloviano, crea en el agente la impresión de que con ese simple gesto ya ha cumplido el trámite. De manera que, cuanto más ensordecedor es el zumbido del enjambre, con mayor rapidez se agota su efecto y más se degrada la relación política debido al ínfimo nivel de responsabilidad que reclama.

Aunque es preciso admitir que internet puede ser un buen medio favorecedor del ejercicio de la ciudadanía, en él nuestros simulacros de participación carecen tanto de compromiso como de riesgo. Su atractivo reside principalmente en que, al presentarse como propuestas de autoafirmación emotiva, ofrecen una recompensa sentimental inmediata. Suele ser frecuente que al mismo tiempo adopten la apariencia de jugadas o apuestas divertidas dentro de una ceremonia recreativa multitudinaria que tan pronto puede consistir en volcar sobre la propia cabeza un cubo de agua helada como en pintarse un lunar en la mejilla para sumar fondos en apoyo de la causa de turno. Frente a los casos en que la recaudación obtenida justifica con creces la frivolidad del procedimiento, la mayoría de estas empresas acaba agotándose en su pura gesticulación histriónica, cuando no despojadas de contenido y confundidas con reclamos publicitarios de marcas comerciales. Es la banalidad a la que también se refiere Nicholas Carr en Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011) cuando asegura que es el medio en sí mismo quien imprime carácter a nuestras acciones.

Pero no le pidamos más al nuevo slacktivist. Bastante ha hecho ya con dejar su firma bajo el manifiesto con la misma mecánica que le lleva a dejarla en un acto de compra, o con mandar el me gusta solidario de turno sin distinguirlo de los cientos de likes enviados para hacer unas risas con la cuadrilla. En el fondo todo persigue el mismo fin, la aspiración más grande de nuestro tiempo al decir de los sociólogos: estar conectados. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que fundiendo solidaridad y recreo, aunque el precio de la fusión acabe siendo la inutilidad de nuestras acciones?

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