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El funeral

Francisco Apaolaza

Jueves, 1 de diciembre 2016, 11:08

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Al menos la muerte de Castro me ha recordado la historia de mi amigo Luis, un matador de esos que caminan por el lado oculto de la luna aunque cualquiera que lo viera trabajando en una carnicería o pelando un cable sabría enseguida que es torero. Cuando pasó esto, aún no se había hecho broker, masajista y sanador energético, que es todo lo que fue después. Aún andaba enredado en la quimera de la gloria. Su última bala era un apoderado venezolano que lo lió para viajar a América. Le contó que iba en figura, a cuerpo de rey. Champán y mujeres. Tan bien le fue que lo primero que hizo fue montar él mismo la plaza portátil del pueblo en el que tenía que torear.

«He montado yo la plaza». Mandó un mensaje a los amigos con su nueva proeza, pero debajo de su coraza socarrona e irónica esperaba el día del festejo como si fuera a salir a la elipse cósmica de La Maestranza el domingo de Resurrección. La víspera de la corrida, su apoderado lo fue a buscar. «Vamos, nos ha llamado el alcalde, que quiere hablar». También le dijo que siempre era preferible ir a ver al alcalde bien mamados por lo que pudiera pasar, así que de camino tenían que parar en una cantina y tomar unos tragos.

Notablemente borrachos, entraron al Ayuntamiento. Luis, acostumbrado a tratar con los nativos de La Alcarria en plazas de polvareda, ya no se extrañaba de nada. En ese estado de levitación en el que se instala uno cuando se toma cinco o seis sin tapa, se sentaron en el despacho, frente al regidor. Qué se le presenta. La situación era esta: respetaba mucho al afamado matador español, pero había que suspender la corrida, porque había muerto Chávez y había que respetar el luto por el comandante.

Luis había construido una plaza para nada, pero sabía que estaba más guapo callado. Antes de cerrar, el apoderado apuntó: «Señor alcalde, dado que ha pasado esto, quizás al menos podría ofrecernos algo de dinero para ir a las putas». «Sí, como no», les respondió el regidor, abrió el cajón y les soltó la manteca. 400 dólares.

Fueron, pero las putas del pueblo no estaban: las había requisado el ejército e iban camino de Caracas en un autobús, confiscadas y derechitas al funeral del comandante. Contaron las crónicas que fue casi tanta gente como al de Khomeini.

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