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CARTA DEL DIRECTOR

Mirar al pueblo

Manuel Castillo

Domingo, 20 de noviembre 2016, 10:07

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Como si se tratara del efecto de la formación reticular de mi cerebro, esta semana mis neuronas no han hecho más que filtrar y seleccionar información y noticias sobre el creciente deseo y necesidad de volver al pueblo, de conectar de nuevo con lo auténtico, de la querencia de volver al campanario como reacción de autodefensa frente a la globalización, como diría el filósofo José Antonio Marina. Y entre todos esos impactos, uno de ellos fue la charla del arquitecto Moreno Peralta en la Sociedad Económica Amigos del País, donde defendió la necesidad de «redescubrir los valores de la vida del pueblo en la ciudad» y recuperar la calle y el vecindario. Otro humanista inconformista, el fotógrafo Txema Rodríguez, me recomendó bucear en la autenticidad de lo manual, de lo artesano, del trabajo con las manos, vestigio de una época arrasada por lo que el sociólogo Zygmunt Bauman definió como la «modernidad líquida», cuando todo lo sólido se licua y todo es «temporal, pasajero y válido hasta nuevo aviso».

La instantaneidad se ha incrustado en nuestras vidas, debilitando las certezas y destruyendo anclajes que en otro tiempo nos servían de red en el trapecio del día a día. Se ha debilitado el concepto de porvenir, esa convención vital de que todo iría bien, de que lo mejor estaba por venir. Por eso se percibe cierta sensación de confusión y ausencia a acuerdos firmes y sólidos en nuestra convivencia líquida de hoy.

Y quizá es verdad aquello que dice el propio Bauman de que las redes son una trampa, un espejismo. Porque frente a la idea de libertad global, quizá vivimos en una de las etapas modernas con el umbral más bajo de tolerancia. Lo políticamente correcto es la peor mordaza posible. Nos tomamos demasiado a pecho a Bruce Lee cuando nos recomendaba allá por 2007 eso de «be water my friend». Fuimos tan elásticos, tan maleables, tan adaptables que, como sociedad, nos dejamos muchos principios por el camino por no poner pie en pared. Y sobre todo nos dejamos engañar a cambio de una supuesta vida de ensueño a bajo tipo de interés y de una asombrosa insolvencia moral.

Cuando uno ve el Congreso de los Diputados convertido en 13 Rue del Percebe siente tristeza. Y no sólo por Ibáñez, sino porque esa imagen representa con bastante exactitud la sociedad actual, tan insustancial como la permanente puesta en escena de los chicos de Podemos, empeñados en convertir la acción política en un reality show, en el Gandía Shore de la Carrera de San Jerónimo. Todo es superficial, liviano, pasajero. Una idea dura lo que dura un tuit; un discurso es una sucesión de ocurrencias que puedan ser compartidas en Facebook; un programa es un catálogo de Ikea, y un político es un Rufián. ¿Es esa la nueva política?

Se trata, por tanto, de reconstruir, de buscar anclajes que vuelvan a conectarnos con la esencia de las cosas, de favorecer alianzas y vínculos que nos protejan, de volver a tener certezas y porvenir, de conseguir un tejido moral que nos defienda de corruptos, salvapatrias y charlatanes. Se trata de volver a empezar, de reiniciar el ciclo. De lo efímero al acervo vital. Después de la tortilla española deconstruida de Adriá, uno siempre vuelve a la tortilla de patatas de verdad, aquella cuyo sabor es el de siempre, el que sabe a pueblo. A la tortilla auténtica.

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