Mi relato
FRANCISCO APAOLAZA
Jueves, 20 de octubre 2016, 10:08
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FRANCISCO APAOLAZA
Jueves, 20 de octubre 2016, 10:08
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Llevaba en el pecho un lazo azul con los bordes deshilachados de tanto decir basta. Tenía quince años y calculo que andaría en la luna. A esa edad algunos ya estábamos en tercero de libertades. He vuelto a ese día después de conocer la historia de los guardias apaleados en Alsasua por los nuevos magos de la convivencia. Cuando ETA dejó de matar, se olvidó de guardar a sus matones, pero en aquellos años, ETA mataba a destajo. Algunos seguían defendiendo las pistolas en el Boulevard donostiarra. Estábamos sobre el jardín en la esquina con la calle Narrica y entonces, los chicos de la gasolina abrieron un agujero del tamaño de una cabeza en un escaparate y metieron por allí un cóctel molotov. Esto era rutina, pero no lo que pasó después. Se acercó a ellos una mujer en edad de ponerse en la cabeza una bolsa para la lluvia. Les dijo que fueran «a casa a estudiar y a ayudar a la ama» y que dejaran aquello que no iba a ninguna parte, que si creían iban a arreglar algo «quemando cosas».
El que la tenía más a mano, que partía las losetas del suelo para tirarlas a la policía, la derribó de espaldas de un empujón y el bolso y el bastón hicieron contra el suelo un ruido de fractura. 'Clas'.
No recuerdo lo que le dije, probablemente, «Basta». El jefe de la cuadrilla, un tipo con barbas a cara descubierta camuflado como espectador, me plantó el puño en la nariz. De pronto, todo el espacio estaba dominado por sus manos contra mi cara. Tendría unos cuarenta años y recuerdo sus dedos como morcillas y su voz hecha de rabias: «¡Español! ¡Pacifista! ¡Txakurra!» No supe responder. Pensé en huir. Allá estaba mi casa y la forja negra del balcón al trasluz de la luz cálida del salón de mi abuela Elena.
Me salvó de aquella una mano que salió sobre mi hombro y que derribó a mi atacante. Era un tipo grande, canoso, vestido con una gabardina y llevaba el paraguas enganchado tras la nuca, que es donde los vascos nos colgamos el paraguas cuando no lo llevamos abiertos. Ya no tenía miedo. A uno le quitamos la capucha y entonces ya solo era un crío asustado, como yo. Salió corriendo y en la carrera se daba con los talones en el culo. Lloramos ambos la rabia de mil muertos. Habrá otros relatos, supongo. Este es el mío.
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