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Pedro Sánchez cree que vuela

FRANCISCO APAOLAZA

Jueves, 29 de septiembre 2016, 10:31

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El cementerio de San Amaro en A Coruña empieza en una calle con palmeras y miradores blancos de cristal en los que sentarse a morir de desesperación o de un temporal del noroeste. También crecen algunas palmeras bajo un cielo de ceniza como flores de otro mundo. Más allá del muro, el camposanto resbala hasta la costa, allí abajo. Las sepulturas van a dar al mar, que es el morir desde Jorge Manrique. Aquí y allá hay un montoncillo de regaderas azules, como si en Galicia se secaran las flores, pienso.

Los mejores panteones están abajo: escalinatas de piedra, entradas cubiertas con porches ya me dirán para qué y ángeles de mármol blanco que se abrazan a las cruces con aire definitivo. Allí abajo se extiende una tierruca sembrada de estacas de madera con números sobre ellas. Solo en algunas, las placas dicen que allí yace María o Felipe. Sus hijos. En el mejor de los casos, un retal de mármol de segunda. Son inscripciones sin pompa, como nombres de buzón; lápidas de fortuna. En otras, solo el número en la madera clavada en la hierba, una referencia. Pienso que son balizas de muertos antiguos, o que quizás pertenezcan a cadáveres sin nombre o tal vez, en un ejercicio de poética, sean los marineros desconocidos que ha devuelto el mar a la falda del cementerio. El conserje del camposanto, con tiempo para charlar y una peluca amazónica, me explica que no, que solo son los muertos pobres.

En los cementerios todo es elipsis, meandro, silencio. Quizás este de aquí fuera un héroe, un buen hermano, un narcotraficante, aquella escribiera poemas y los tiraran sus nietos cuando vaciaron el piso y nadie nunca los leyera, o quizás aquel otro disfrutara viendo llorar a su mujer. Lo bueno que tienen los muertos es que no andan todo el día explicándose, definiéndose, posicionándose, dando la matraca.

La frontera entre este mundo y el otro es la política. Hay gente que regresa del más allá sin que nadie lo espere. Miren a Felipe González. Luego están los que se hacen los muertos y de pronto se levantan como Susana Díaz, y después, Pedro Sánchez, que se había instalado en una suerte de no existencia y al que ayer arrojaron desde la Roca Tarpeya, que era el sitio desde donde los romanos lanzaban a traidores y asesinos. Está a punto de convertirse en zombie o en mártir, pero al cierre de esta edición, Sánchez cree que vuela.

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