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Viejas costuras

Alberto Gómez

Miércoles, 21 de septiembre 2016, 09:55

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Este loable empeño de convertir Málaga en una postal turística animada deja cada vez más al descubierto nuestras costuras. Pasear por el centro, con nuevos espacios conquistados por los peatones, resulta gozoso en la misma medida en que salir del recorrido oficial y toparse con barrios arrinconados en los presupuestos municipales acaba siendo descorazonador. Ahora parece que también tendremos un rascacielos, no sabemos si como homenaje a la arquitectura vintage de los países donde estas estructuras dejaron de construirse hace años. Será una buena estrategia para que los turistas miren hacia arriba y no al suelo que muchos se afanan en decorar a base de chicles, cáscaras de pipas y otros elementos de dudoso valor ornamental. El peligro de las grandes construcciones es que las obras duren tanto que el proyecto se desinfle antes de colocar la última piedra y entonces queden deshabitadas, vacías como si nada cupiera allí salvo la megalomanía inicial.

Hay pocas cosas tan dolorosas para la sensibilidad, el bolsillo y la conciencia colectiva como un edificio sin vida, aunque Cernuda ya advirtió de esta tendencia tan española a que todo nazca muerto. En Torremolinos, prolongación de la paradoja malagueña, llevan años poniendo excusas para no comprar un chaleco antibalas a cada policía local pero han destinado más de cuatro millones de euros a un esperpento de piedra con errada vocación cultural, otro museo fantasma que permanece cerrado en busca de uno uso adecuado a sus características y a las necesidades reales del municipio. No muy lejos, en Mijas, el Ayuntamiento ha pagado desde los años ochenta cerca de tres millones de euros en gratificaciones a funcionarios cuyos sueldos anuales alcanzan los seis dígitos. Un juez investiga ahora si estas retribuciones, lejos de ser justas, fueron legales.

El escenario político está embarrado hasta el punto de relegar a lo anecdótico la presunción de inocencia, convertida en una nota a pie de página que genera más ira que escepticismo, y eso siempre supone un fracaso democrático, pero si algo hemos aprendido de este interminable lodo de promesas electorales incumplidas, casos de corrupción y despilfarro de dinero público es que no éramos tan modernos ni vivíamos en un país tan avanzado. El Congreso y el Senado, donde las mujeres sólo presiden una de cada cuatro comisiones, o el estado de la sanidad andaluza, más propio de una época que creíamos pasada, constatan un retraso que ni el más alto de los rascacielos puede esconder.

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