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GOLPE DE DADOS

La utopía brasileña

Alfredo Taján

Jueves, 1 de septiembre 2016, 08:22

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Por fin el Senado brasileño destituyó ayer a la presidenta Dilma Roussef, tras un proceso doloroso que fulminó el sueño comenzado por Lula da Silva, y su Partido de los Trabajadores, a principios de este siglo; la que fuera su delfina ha sido acusada de corrupción, esta vez no, o no directamente, con la empresa petrolífera Petrobrás, parte de cuyos ingresos han ido a parar, como práctica habitual, a las arcas privadas de muchos políticos, al margen de su adscripción a uno u otro partido; no hay más que recordar la gestión pestilente de Collor de Mello, y su empecinamiento en que Petrobrás le pagara más y más, hasta que alguien tiró de la manta y le tiró a él del sillón presidencial. Esta vez no ha sido Petrobrás, o no en toda regla, sino una maraña de turbios préstamos, más o menos regalados, a un entramado de personas del entorno de Roussef los que han provocado la destitución de esta mujer hasta hoy con una carrera intachable, y que fue torturada en la época de la dictadura militar (1967-1985), una de las más duras de todo el continente americano.

Brasil ha sido una utopía alzada contra su poderosa naturaleza geográfica; lo ha sido incluso desde su constitución como Imperio transatlántico con unos Braganza esteticistas y liberales; por ejemplo, el último emperador, el ilustrado Pedro II, fue destronado por mandar a su hija Isabel a firmar el decreto que abolía la esclavitud: fue una sorpresa mundial que un emperador dejara de serlo por proteger a los esclavos cuya situación, decía él, era la vergüenza nacional. Brasil es un país maravilloso que siempre ha navegado a contracorriente, y si no cómo se explica que la proclamación de la República se hiciera para proteger la estructura de los ingenios azucareros y a los terratenientes del caucho y la madera. Los espléndidos lienzos de Társila de Amaral describen una situación que llega hasta hoy, con el telón de fondo del desequilibrio económico norte/sur, problema que se presenta al revés que en casi todas las naciones: en Brasil la zona sur es la poderosa y culta frente al norte siempre conflictivo, analfabeto, abandonado y chillón. El enriquecimiento desmesurado de Sao Paulo o de Río de Janeiro no es más que el claro exponente de las diferencias sociales, la estridente favela es insultada por la arquitectura de Niemeyer en playas que quitan el hipo. Brasil ha ensayado diversas repúblicas en una, ha pasado del gobierno personalista de Getulio Vargas a la filantropía de Juscelino Kubitchek, impulsor de Brasilia, capital intergaláctica en mitad de la selva, y de ahí a los socializantes Janio Quadros y Joao Goulart, este último derrocado y asesinado años más tarde en Argentina por la cobarde Operación Cóndor aupada por la propia dictadura brasileña, y por la pandilla compuesta por Videla, Pinochet, Kissinger y compañía.

Los brasileños ahora se enfrentan al fin de la utopía que venían rozando con los dedos de la mano. No es la primera vez que les ocurre. El avance social de estas dos décadas se viene abajo por malversación y despilfarro. Como escribió Clarice Lispector, «mi país es el más bello pero también el más trágico».

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