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RELACIONES HUMANAS

Crecer en la adversidad

JOSÉ MARÍA ROMERA

Domingo, 19 de junio 2016, 09:30

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Lo que no te mata te hace más fuerte. La conocida sentencia de Nietzsche sirve para ilustrar el éxito de un concepto relativamente reciente en la psicología: la resiliencia. Aunque conoce múltiples definiciones, puede decirse que el resiliente es la persona capaz de sobreponerse a las adversidades volviendo a ser el que era antes de sufrir el revés. A partir de ahí caben diversas escalas, que van desde el simple aguante (el caso del «duro» que soporta el daño y, aunque padezca sus consecuencias, mantiene el tipo sacando fuerzas de flaqueza u ocultando la procesión que lleva por dentro) hasta la resignada aceptación (la del optimista que sabe poner buena cara al mal viento) o el fortalecimiento interior (el que a base de tesón y disciplina permite volver al equilibrio previo al trauma). Estoicismo, entereza, resistencia, superación, perseverancia, toda una constelación de cualidades y virtudes largamente ensalzadas por la filosofía del bienestar se congrega en torno a la resiliencia, que si bien no aporta nada verdaderamente nuevo respecto a ellas sí viene a sumarlas en una sola idea tan esperanzadora como útil. Hasta hace poco nuestra cultura de la victimología tendía a reprobar a quienes, en situaciones de dolor, se manejaban con resiliencia. Aunque se admirase la gallardía de quien sobrellevaba su situación sin quejas ni lamentos, lo que se esperaba de él en el fondo es que siguiera ejerciendo el papel del desdichado digno de conmiseración y atado de por vida a al origen de su infortunio. Porque mucha gente sigue creyendo que la única respuesta moral posible a la desgracia es otra desgracia, y toma por frívola o irrespetuosa cualquier insinuación de posibles beneficios en los daños sufridos.Vencer el dolor es olvidarlo, y el olvido supone siempre una suerte de deslealtad. Por otra parte, la propia psicología mostraba sus recelos ante las respuestas positivas a los dramas personales, interpretándolas como evasivas y por tanto reveladoras de un cierre falso del trauma o del conflicto que tarde o temprano desembocaría en una depresión peor de la supuestamente esquivada. Hoy se diría que en cierto modo sucede al revés. Parece que en nombre de la resiliencia todo se conjura para conminar al doliente a erguirse de inmediato y seguir su marcha como si nada le hubiera sucedido. No bien nos cruzamos con alguien herido, enfermo o castigado, le arropamos con una invitación al ánimo que más bien suena a coacción. Se ha impuesto una noción deportiva de la vida, un concepto competitivo lleno de triunfos y fracasos, de caídas y levantamientos, donde las nuevas ejemplaridades van acompañadas de otro término de moda: «superación». No es casual la proliferación en los últimos tiempos de libros autobiográficos cuyos títulos («Cómo vencí...», «Cómo superé...», «Cómo sobreviví...») prometen el relato de gestas personales de distinto tipo, aunque muchas veces contengan episodios comunes poco o nada excepcionales. El mensaje final viene a decirnos que si tenemos la desgracia de sufrir un trauma no solamente habremos de hacer frente a sus consecuencias, sino que además estamos obligados a salir de él airosa y alegremente.Del mismo modo que el cultivo de la resiliencia nos aporta herramientas para ser más felices, habría que reivindicar el derecho a dejarse llevar por el dolor aunque solo fuera por no ser demasiado exigentes con nosotros mismos. La propia psicología habla de un «crecimiento postraumático» que deriva no tanto de superar el daño como de convivir con él. Estudios hechos en personas normales y corrientes que han sufrido desgracias graves confirman la «hipótesis de la adversidad» según la cual nuestro crecimiento depende en buena parte del hecho de vivir esas experiencias, más que de la forma de salir de ellas. Se podría decir, tomando las palabras de Joseph de Maistre, que «nadie es tan desdichado como el que nunca ha sufrido». Volvemos, pues, a la amarga conjetura de que la letra con sangre entra. Para empezar, las situaciones adversas suelen demostrar que somos más fuertes de lo que creíamos. Al descubrimiento de esas capacidades ocultas se añade otra revelación de índole social nada desdeñable: la de que los seres que tenemos alrededor están dispuestos a ayudarnos y de que este trato fortalece nuestras relaciones afectivas (o nos permite identificar las relaciones que no merece la pena mantener). Y además las experiencias dolorosas reordenan nuestras prioridades vitales, jerarquizan nuestros intereses y ponen orden, aunque sea temporalmente, en nuestro esquema de valores. Evidentemente, sería del género tonto buscar el sufrimiento como objetivo. Pero dado que tampoco podemos determinar cuándo ni cómo va a irrumpir en nuestras vidas, no está mal saber que con resiliencia o sin ella el dolor nos puede hacer mejores.

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