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Culpables

Manuel Castillo

Domingo, 17 de abril 2016, 10:31

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La jueza Mercedes Alaya perdió su credibilidad, desde mi punto de vista, el día en el que hizo coincidir, con puntualidad británica, un auto del caso de los ERE contra Manuel Chaves y José Antonio Griñán con la toma de posesión del nuevo Gobierno de Susana Díaz. Eran las 13.05 horas del 10 de septiembre de 2013 y la consejera de Hacienda estaba jurando su cargo, pero todos los asistentes estaban más pendientes de sus móviles. No era la primera vez que Alaya hacía coincidir la publicación de sus autos con momentos estelares del PSOE, pero en esta ocasión parecía tan evidente la intencionalidad, que la imparcialidad que se le supone a un togado quedaba maltrecha. Porque cualquier exceso en el ejercicio de la autoridad judicial o policial es innecesaria y ensombrece la sensación de seguridad y neutralidad a la que tenemos derecho todos los ciudadanos.

Ha ocurrido algo similar con la 'operación Nazarí' y el espectacular despliegue policial en la detención del alcalde de Granada, hasta el punto de que la propia Fiscalía General, en un gesto inédito, emitió una nota de prensa para criticar el registro del domicilio del político del PP y llamar la atención sobre la posible lesión de derechos fundamentales del investigado.

Son tantos los ejemplos que seguro que el lector tiene alguno en la memoria. En España nos hemos acostumbrado a pisotear las garantías constitucionales y la propia presunción de inocencia, socavada a golpe de tuit, tertulia política o titular. La madurez democrática de los países se mide en su protección de los derechos fundamentales y en España parece que estamos en plena adolescencia. Aún recuerdo en 2008 cuando se produjo en Francia el arresto del entonces número uno de la banda terrorista ETA, Thierry. Las agencias enviaron fotografías de la operación policial y en todas ella sus manos esposadas aparecían pixeladas. Desde la redacción de Madrid llamamos a Reuter y AP para pedir explicaciones y nos dijeron que en Francia no se pueden publicar fotografías de ningún detenido esposado.

En este sentido incide el catedrático de Derecho Constitucional Ángel Rodríguez, que en su reciente libro 'El honor de los inocentes' llama la atención sobre los riesgos de socavar derechos: «La justicia mediática no es justicia. Ésta no debe ser un espectáculo y los juicios no pueden celebrarse a través de Twitter». Y sobre todo porque todos esos alardes policiales y judiciales no aportan absolutamente nada a la instrucción de los casos y sólo favorezcan que los ciudadanos sospechen, y no sin razón, de la politización no sólo de la Justicia, que es un hecho, sino de la propia policía.

La mejor forma de luchar contra la corrupción es con un sistema judicial y policial absolutamente independiente, una aspiración a la que, por inalcanzable que parezca , no debemos renunciar, porque es la única forma de preservar esos derechos fundamentales sobre los que se sustenta la convivencia. La Justicia debe ser implacable frente a los corruptos, pero debe serlo aún más en la defensa de los derechos fundamentales, porque eso es lo que nos diferencia de las sociedades inquisitoriales que tanto repudiamos. A la cárcel con ellos, pero sin convertir el sistema, los medios o las redes sociales en un nuevo santo oficio para el que todo el mundo sea culpable hasta que se demuestre lo contrario.

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