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Moral taurina

JOSÉ MARÍA ROMERA

Viernes, 9 de octubre 2015, 12:24

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Los taurinos vuelven a la carga. Con motivo de la feria zaragozana del Pilar, las huestes del toro han emprendido una campaña de propaganda consistente en colgar en el exterior de la plaza las fotografías de un puñado de toreros en pose de salón, todos medio en penumbra, mostrando partes desnudas de su cuerpo donde aparecen tatuadas palabras como respeto, pureza o verdad. Son fotos formidables, imponentes, de un dramatismo tan acusado y en cierto modo sombrío, que en vez de provocar la admiración de los diestros invitan a escapar de ellos. Pero lo que más llama la atención de esta iconografía es el giro en el discurso taurófilo. Hasta hace poco la defensa del toreo se sostenía machaconamente en dos tópicos de la argumentación: el arte y las tradiciones, a veces trufados de un ambiguo patriotismo. Así venía ocurriendo desde siempre. El taurino reconocía la barbarie, el maltrato animal, la exaltación del primitivismo sangriento, y en vez de perder el tiempo rebatiendo esos cargos lo que hacía era contraponerles un poema de Lorca, un cuadro de Picasso o el apego de las gentes a la festividad de su patrona. Un pase de pecho bien ejecutado compensaba el encarnizamiento del picador, y bastaba con pronunciar «a las cinco de la tarde» poniendo voz de rapsoda para ganar el pulso a las razones del buen animalista. Pero en unas fechas recientes, más o menos en torno a la prohibición de las corridas en Cataluña, fue asomando con fuerza una nueva arma de persuasión. Con más ímpetu que fundamento, los defensores del toreo se adueñaron de la palabra libertad para airearla a base de bien en debates, tribunas, reivindicaciones de tendido, manifestaciones callejeras y alegatos parlamentarios hasta hacernos creer que un matador con el estoque en la mano venía a equivaler a la estatua neoyorquina o al cuadro de Delacroix. En uno de sus artículos de prensa menos afortunados pero más populares, Vargas Llosa consagró el argumento y desde entonces no hay maletilla ni mozo de espadas que no lo esgrima para encarecer lo suyo. Este es un país libre, en efecto, pero también civilizado, y por eso no permite fumar en los lugares públicos, conducir en la dirección contraria, vender alcohol a los menores ni quemar cajeros automáticos. Donde los taurinos creían haber dado con un nuevo filón retórico, en realidad habían empezado a debilitar las razones de antaño.

Podemos entender el refinamiento morboso del esteta que contempla una faena desde la grada como si estuviera asistiendo a una gala del Bolshoi, pero se hace más difícil entender que la muerte cruenta de un animal constituya un acto de libertad.

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