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CATALUÑA SOCIEDAD LIMITADA

Manuel Castillo

Domingo, 27 de septiembre 2015, 11:08

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Está clarísimo que si pudiera votar en Cataluña lo haría en contra de la independencia y a favor de que siga donde, en mi opinión, tiene que estar, integrada en España como parte de una nación cuyo concepto no es más que la voluntad de compartir un territorio, una historia, una identidad y el deseo común y solidario de construir una sociedad mejor. Cataluña es España, como lo es Galicia, Andalucía, Madrid, Ceuta y Melilla o el País Vasco. Porque yo, con absoluto desapego nacionalista, puedo considerarme malagueño, andaluz, español y europeo sin que ninguno de esos sentimientos me obligue a renunciar a otro. En Cataluña, hay quienes más que catalanes independientes a lo que aspiran es a no ser españoles, a separarse y romper con España y el resto de las comunidades autónomas, a quebrar ese pacto de convivencia en el que una gran parte del electorado catalán parece sentirse conforme. Y levantar muros excluyentes que les permitan construir una frontera real y emocional justo cuando el mundo es más global y los propios movimientos migratorios acabarán por disipar las líneas fronterizas. Aunque ya se sabe que la frontera más peligrosa no es la que se traza con concertinas, sino aquella levantada sobre el pensamiento, la religión o la intolerancia. A pesar de ello, es una aspiración que hay que respetar por muy alejada que esté de nuestras posiciones. Y a la que hay que exigirle el mismo respeto.

Cataluña es hoy un espejo de la sociedad de nuestro tiempo. Y es preciso reconocerlo. Las minorías ruidosas acallan a las mayorías, incapaces de tener el arrojo, por indolencia o miedo, de plantar cara, de defender argumentos con la misma decisión con la que los otros manipulan la realidad. Quizá porque esas minorías se adueñan del discurso hasta subyugar la discrepancia, la confrontación. Lo que ocurre hoy en Cataluña es producto de años en los que todos hemos mirado hacia otro lado. Los líderes del independentismo mercantilizaron la política con la connivencia de cuantos presidentes del Gobierno de España han pasado por Moncloa, desde el que puso café para todos, o el que invitaba a Pujol a la bodeguilla hasta el que hablaba catalán en la intimidad, pasando por los recientes Zapatero y Rajoy, que se cayeron de un Casteller como el que se cae de un guindo y dejaron que la estructura de España se desmoronara.

Cataluña se fue convirtiendo entonces en un país sometido por el catalanismo, donde no se podía, siquiera, tener la libertad para rotular un negocio en español, para que tus hijos estudiaran en español o para resistirse a asumir una historia reinventada con la escuelas convertidas en una herramienta de triste adoctrinamiento. Se podía ejercer de catalanista, pero no de españolista. Siempre existirá la sensación de que una minoría política, corrupta a golpe de 3%, ha convertido el independentismo en un instrumento al servicio de sus intereses; con la esquizofrenia del que es capaz de llevar un barco al naufragio, a la ruptura social, al guerracivilismo familiar con tal de no renunciar a los delirios de una clase dirigente clasista y capaz de engañar durante décadas a sus seguidores, que también se han dejado engañar en una sorprendente inmolación intelectual.

Y hoy, 27 de septiembre, el independentismo ha ganado aunque pierda en las urnas, que espero que así sea, porque Cataluña es parte de mi identidad personal, de mi patria emocional. Este camino no se detendrá. Porque hubo un día que abandonamos Cataluña a su suerte a cambio de un puñado de escaños. Y fue entonces cuando desde las escuelas, desde los medios públicos, privados y primados y desde las leyes Cataluña construyó lo que parecía inverosímil, el imaginario de una Cataluña independiente. Sólo un camino inverso, político y social, respaldado por la legalidad, permitirá corregir esta tendencia. De lo contrario acabaremos convencidos de que lo que hay que hacer es cambiar la Constitución para que el delirio independentista sea posible. Y eso sí que será la derrota definitiva.

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