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La jungla

Antonio Soler

Domingo, 2 de agosto 2015, 12:58

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Medio mundo anda indignado y con el corazón roto por la muerte de un león a manos de un americano aficionado a la caza. Un dentista de Minneapolis que se ha convertido en una especie de villano universal al que ahora le forman un pequeño zoológico de peluche en la puerta de su consulta clausurada. Los amigos de los animales y en general la dolida sociedad americana quieren acabar con su negocio. Uno nunca ha acabado de comprender a los cazadores, no el instinto depredador, sino el hecho de que no puedan contener ese instinto. Personas de gran sensibilidad han sido cazadores. Miguel Delibes, por ejemplo. Delibes decía que a veces, después de un día de caza, en medio de la noche le sobrevenían unos enormes remordimientos pensando en el pájaro o en la liebre que había dejado malheridos, imaginando cómo estaría el animal en ese momento en el campo, probablemente agonizando. Pero el domingo siguiente, o cuando fuera, allí estaba de nuevo el escritor empuñando la escopeta, pateando matorrales de tomillo, siguiendo aquella incontenible pulsión que lo llevaba a disparar, a matar.

Los pensamientos de Delibes no eran comunes, y seguramente el dentista de Minneapolis no los haya sentido nunca, por mucho que ahora esté purgando todos sus pecados juntos. Sufriendo no por el león, sino por él mismo. Una gran y disparatada tragicomedia. Cada día comemos con una caterva de inmigrantes navegando en una chalupa o en un barco oxidado a la deriva, sin agua ni alimentos, con un mercado de Oriente Medio en el que ha estallado una bomba y han reventado decenas de personas, niños que empuñan un arma y ejecutan a un hombre arrodillado, pederastas con sotanas que campan a sus anchas de un destino a otro. Asesinos de variada estirpe y calaña, con corbata o sin ella, con uniforme o sin él, pasan por delante de nuestra cara y seguimos con la pacífica ingesta, aceptando que todo eso forma parte del mundo que nos ha tocado y que a qué sufrir con algo lejano y completamente inevitable por nosotros. Pero he aquí que matan un león y todo se trastoca. Los niños, la mascota, el peluche, la inocencia. Eso es lo que el destista americano ha atacado. El peluche del mundo.

Y según parece debemos estar agradecidos, porque esta reacción mundial, o por lo menos del hemisferio occidental, se reivindica a sí misma como la permanencia de un resto de bondad en el alma humana. Un resto de bondad o un inmenso derroche de cinismo que lleva incorporado el tratamiento de los ciudadanos como visitantes de Disneylandia. La superchería de una sociedad feliz que va a fijarse en un león de Zimbabue para soñar que todavía tiene corazón. Sólo que esta sociedad en absoluto es feliz y está cargada de sórdidos conflictos, víctimas, explotación y crueldad entre humanos bastante más espeluznantes que el hecho reprobable de matar un animal por placer. Pero así somos. Un poco animales también, dejándonos llevar por la sensiblería, escapando de la sequedad de la razón y refugiándonos por un rato en una especie de cuento infantil para mayores siempre más fácil de comprender que los intrincados asuntos que cada día nos asaltan. Además con un culpable claro y nítido sobre el que volcar nuestra indignación. Un Hemingway de pacotilla, un sacamuelas del Medio Oeste elevado súbitamente a la categoría criminal de Radovan Karadzic o de Muamar el Gadafi cuando era un chico malo y no atendía los recados de Occidente. Verdaderamente, no hay que andar tanto para llegar a la jungla.

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