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Una didáctica de la Semana Santa
LA TRIBUNA

Una didáctica de la Semana Santa

Baste decir que ante asunto tan delicado como el que aquí se plantea, se corre el riesgo de «meterse a redentor y salir crucificado» o haya quien prefiera «lavarse las manos como Pilatos»

JOSÉ FRANCISCO JIMÉNEZ TRUJILLO PROFESOR DE HISTORIA

Domingo, 29 de marzo 2015, 12:36

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Hierve la ciudad con la proximidad de su fiesta más celebrada y cabría preguntarse, sin embargo, si es verdaderamente conocida; al menos en lo que se refiere a sus protagonistas principales y secundarios, que -viendo ciertas noticias de la actualidad cofrade- hay que precisar que son las imágenes que se procesionan.

Viene esto a cuento del relato de un profesor de Historia del Arte que no salía de su asombro cuando quiso comentar la imagen del Cirineo que acompaña solidario al Nazareno. Los alumnos buscaban interrogantes por todo el cajillo del trono algún objeto que mereciese tal nombre. Su sorpresa acabó en algo menos que desolación cuando el joven colega, compañero de claustro, le aclaró con cierta indiferencia su total ignorancia al respecto. En un mal remedo de las hazañas de aquel ingenioso hidalgo habría que preguntarse para qué la asignatura de religión se habrá curtido en mil batallas legislativas que continúan a día de hoy y y cuál es la historia imaginada para las nuevas generaciones en la gran representación que transcurre en la Semana Santa.

Puede que para el público espectador aliente -para muchos en demasía- el último dorado, la pertinencia de las flores o la calidad del terciopelo, la música o la luz del arbotante, tal vez el paso armonioso de los hombres de trono; pero debemos de saber que los protagonistas de esa inmensa función de tarde y noche son para tantos unos desconocidos del que sólo saben el nombre con minúscula: un cristo, una virgen o, en la mayor de las simplezas, el santo. No se acaba de entender esa manifestación de éxito que tanto se alaba, cuando desde una silla o esquina la imagen de la historia más grande jamás contada va rodeada de seres anónimos que hacen su verdadero itinerario sin destino conocido. Si ya es difícil reconocer al apóstol Juan al pie de la cruz, saber de Nicodemo o José de Arimatea es de nota, y Caifás parece que debe de conformarse con ser un malo en la representación. La Verónica puede que recuerde otra clase de fiesta. Y reconocer a cada una de las tres Marías sólo está al alcance de algún alma beatífica.

Detrás de la anécdota debiera latir una serie preocupación por cuál es el lugar que el conocimiento del hecho religioso ha de ocupar en el currículo escolar y, en general, en la formación de los ciudadanos. Sólo que entonces la tarea también adquiere tintes quijotescos. Entre la pugna ya secular por la hora de religión en el aula y la escuela laica como bandera, la historia de la educación en la España reciente se ha escrito como un pulso no resuelto por esta asignatura hasta ahora mismo. Y LOMCE y sigue. Los que valoramos la complejidad del hecho religioso, en el que tienen hueco principal sus formas de representación, sabemos de la necesidad de su conocimiento y de una reflexión serena que puede aprovechar el éxito de la mayor fiesta del sur. Si nos ponemos a considerar, además, la evidencia de que la historia del arte ha estado durante siglos bajo el control o al servicio de la Iglesia, acceder a una formación religiosa básica resulta insoslayable. Puede hacerse desde la fe o desde la historia, pero en cualquier caso resulta imprescindible para la formación de las nuevas generaciones, en la que se incluye el conocimiento de un vocabulario, exigible en el más somero dominio de la lengua castellana. Baste decir que ante asunto tan delicado como el que aquí se plantea, se corre el riesgo de «meterse a redentor y salir crucificado» o haya quien prefiera «lavarse las manos como Pilatos». En cualquier caso, y «para más inri», es mejor no acabar «llorando como una Magdalena».

En este sentido las cofradías viven en una paradoja, como tantas otras organizaciones, en la supuesta era de la información. Nacieron hace siglos para dar a conocer los misterios religiosos a un pueblo analfabeto, inaccesible además a un relato que se escribía en latín; y hoy necesitan de un intérprete para hacer inteligible la escena que se vive encima de un cajillo. Quizás debieran potenciar, además del esplendor que año a año se persigue, la recuperación de una función didáctica que en el presente cobra el mismo sentido que en los años del barroco. La llamada de entonces a los flagelantes habría de ser hoy un ejercicio de docencia que se echa en falta en un fenómeno por otra parte tan complejo y apasionante como es la Semana Santa en la calle.

Pero tampoco la escuela o el instituto debieran de permanecer ajenos a este hecho. Resulta curioso observar cómo en esta gran fiesta religiosa -y es bueno que así sea- tiene cobijo cualquier ideología o apuesta publicitaria y, por el contrario, el escaso eco que como gran representación encuentra en las aulas en los días en que se acaba un tanto diluido el segundo trimestre. Acostumbrados a celebrar cualquier «día de.» no parece que sea un atentado a la libertad de conciencia oír la voz de las imágenes, saber de su significado, compartir o no una determinada estética y, con ello, alentar un espíritu crítico sobre el peso de la religión en nuestro pasado más reciente y en la más rabiosa actualidad. Para ello, claro, los que tenemos algo que decir en educación debiéramos desprendernos de los rastros de un rancio clericalismo y anticlericalismo que, mal que nos pese, sigue pesando a la hora de construir un impensable pacto educativo.

Escribió Antonio Machado unos bellísimos versos que terminan como «poeta, y pobre hombre en sueños, siempre buscando a Dios entre la niebla». Quizás no debiéramos aspirar a tanto con nuestros alumnos, pero sí al menos a que reconocieran al esforzado cirineo que en un trono de la Semana Santa malagueña acompaña a ese Jesús del madero, al que llaman Nazareno.

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