La isla máxima
Juan Francisco Gutiérrez
Lunes, 29 de septiembre 2014, 12:28
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Juan Francisco Gutiérrez
Lunes, 29 de septiembre 2014, 12:28
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Por cosas de la promoción o del tirón adolescente, quizás ya sepan que Jesús Castro (el probable próximo premio Goya-Guayabo por El Niño) aparece en La isla mínima. También conocerán, supongo, que la nueva película de Alberto Rodríguez, estrenada el viernes, tiene otro morbo añadido. Ya saben: parece clavadita (por casualidad) a la serie True detective. Ya sea por disfrutar (no les culpo) del careto del principiante actor, o ya sea por tener opinión si les abocan a discutir las semejanzas con aquel drama poético-policíaco de la HBO, véanla: sobran los motivos.
Aunque Telecinco no la anuncie en Sálvame (produce la competencia, Atresmedia), merece que el boca-oreja la aúpe al taquillazo. Puede que Raúl Arévalo recuerde al bigotudo McConaughey, pero La isla mínima se parece mucho más a nosotros que a la América profunda. Despuntan en este chulo thriller cosas tan propias como El Caso o los coches cuatro latas; también (y esto llega, remueve) desfila silente nuestro extraño modo de afrontar el dolor, la pobreza, la compasión, la injusticia, la corrupción. E incluso el amor: como ese no contado pero visceral, ay, entre Javier Gutiérrez (maestro de las marismas de ojos emocionados; qué bien una Concha de Plata para este papelón) y Nerea Barros (pese a su chocante acento). El reparto, en todo caso, rezuma deje sureño y mucho talento de Málaga: con Antonio de la Torre o Salvador Reina (breves pero intensos e inmensos); con Adelfa Calvo y Mercedes León, enérgicas; hasta con la Málaga de postal de los setenta, aquí trágica tierra de promisión para el subdesarrollo andaluz.
Los inquietantes e hipnóticos iniciales planos cenitales de las marismas del Guadalquivir se repiten en las dos horas cortas (porque se hacen muy cortas) que dura este bello y duro microscopio puesto, como sin querer, sobre la España de 1980. Con el trasfondo de esa España (y de esa empantanada Andalucía) de una Transición entonces no acabada y que, intuimos, puede que tampoco todavía.
Yo que ustedes, forasteros o no de aquel tiempo, no me la perdería.
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