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A. LORENTE
BRUSELAS.
Miércoles, 1 de noviembre 2017, 00:44
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Carles Puigdemont no solo deja tras de sí una Cataluña rota y a una España sumida en su mayor crisis institucional en décadas. Ahora, sin quererlo o no, ha sumido al Gobierno belga en una crisis político de inciertas consecuencias por su exilio en el complejo país. Ayer, tuvo que salir el primer ministro, el liberal francófono Charles Michel, para recalcar que ellos no le han invitado y matizar que «será tratado como un ciudadano más» a la hora de analizar los procedimientos que decida impulsar el expresident, ya sea para evitar la euroorden o para pedir el asilo.
El problema es que Michel lidera un cuatripartito en el que los nacionalistas flamencos de la N-VA tienen un peso enorme. Son claves para la estabilidad del Ejecutivo. Y claro, han visto el caramelo tan dulce de Cataluña que no han descartado saborearlo, al menos un poquito. Anoche, su máximo líder y alcalde de Amberes, Bart de Wever, aseguró a los medios locales que «Puigdemont es un amigo y será siempre bienvenido». Pero antes, por la mañana, el viceprimer ministro de Bélgica, Kris Peeters, se desmarcó de la presencia de Puigdemont con tono ácido manifestado que «cuando se pide la independencia, más vale quedarse cerca de su pueblo». Touché.
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