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Monarquía, República y visceralidad

Monarquía, República y visceralidad

14 de abril - Aniversario de la II República española ·

Nada empaña más el ejercicio de la democracia que la visceralidad con que a veces se defienden ideas y posiciones

Diego Carcedo

Sábado, 14 de abril 2018, 08:02

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Nada empaña más el ejercicio de la democracia que la visceralidad con que a veces se defienden ideas y posiciones. En la política española -y por supuesto en la de otros países es un problema con frecuencia- altera la convivencia, perturba el funcionamiento de las instituciones y daña los pivotes de la sociedad del bienestar. No es que el dilema Monarquía-República sea la única discrepancia que enfrenta a los españoles, pero analizando los problemas de uno en uno, hoy 14 de abril, en que se conmemora la proclamación de la II República, quizás sea un buen momento para analizar esta cuestión con serenidad y sin actitudes viscerales.

Qué duda cabe que quienes propugnan la República como forma del Estado pueden argüir razones y ventajas aparentes. Lo malo es que en infinidad de casos suelen resistirse a considerar cual es el sistema mejor para garantizar la estabilidad política, amenazada siempre por riesgos, desde la serenidad de unos razonamientos y la evaluación pragmática de las ventajas y desventajas que cada una de las dos alternativas ofrece. La República brinda el señuelo de que todos podemos participar a la hora de escoger a su Presidente mientras que en la Monarquía es el carácter dinástico el que lo impone.

Este argumento cobraría plena validez cuando se trata de monarquías absolutas, como eran las antiguas y aún siguen siendo algunas en el mundo árabe. Pero pierde su principal activo si, como es el caso de todas las europeas, las monarquías constitucionales se convierten en garantes de la libertad política y ciudadana para elegir a sus gobernantes, es decir, a los ejecutivos, y a los legisladores que hacen las leyes. Cuando se habla de elegir en España, y es sólo un ejemplo, votamos directamente en elecciones municipales, autonómicas, europeas y legislativas e indirectamente para la dirección de las diputaciones y para la investidura de los Gobiernos en todos sus niveles.

Tener además la obligación, como existe en algunas repúblicas parlamentarias, cada cierto periodo de tiempo que elegir a un Presidente, tanto da que se haga de manera directa o por las cámaras legislativas, el equilibrio político sin duda se complicaría. Lo más lógico es que la elección se fijase por una mayoría cualificada -quizás a doble vuelta- lo que requeriría tener que implicar a los partidos en alianzas en torno a un nombre que no sería fácil consensuar y con probabilidad contribuiría a dividir a la sociedad entre pros y contras. Un Monarca tiene deberes y obligaciones pero no debe favores a intereses concretos.

Un Presidente propuesto por un sector de la opinión pública siempre estaría estigmatizado con alguna dependencia partidista. Un Rey o una Reina, que no deben expresar ideas políticas y menos intentar imponerlas, es quien mejor garantiza la neutralidad y la independencia en la imagen del Estado. La práctica lo está demostrando: los países políticamente más estables, y no menos democráticos, el Reino Unido, Dinamarca, Noruega, Suecia, Luxemburgo… están encabezados por soberanos.

Tampoco el argumento económico es convincente. Las monarquías del pasado eran costosas y despilfarradoras pero las actuales monarquías constitucionales, no. Están sometidas a controles públicos y sus costes no son superiores a los que supondría mantener a una Presidencia republicana, con su aparato burocrático, su seguridad, etcétera. Sin olvidar que los presidentes se acaban convirtiendo en expresidentes a quienes lógicamente hay que mantener con un estatus digno que también habría que sumar al total de la Institución.

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