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Cifuentes y Rajoy durante la campaña electoral de las elecciones municipales y autonómicas de 2015. Reuters
Cifuentes, la esperanza rota

La esperanza rota

Cifuentes aspiró a ser el relevo de Rajoy, era el asidero del PP para conservar Madrid y todo se desmoronó por una mentira

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Domingo, 15 de abril 2018

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Cristina Cifuentes se convirtió el 25 de junio de 2015 en la presidenta de la Comunidad de Madrid, pero era más que eso, era la gran esperanza blanca del PP llamada a tareas mayores. Se puso el reto de regenerar el partido de Esperanza Aguirre, Ignacio González y Francisco Granados, el de las tramas Gürtel, Púnica y Lezo, y que tras 23 años de gobierno ininterrumpido había convertido la comunidad en una charca de ranas corruptas (hallazgo retórico de Esperanza Aguirre). Pero aspiraba a más, soñaba con ser la sucesora de Mariano Rajoy al frente del PP, algo con lo que fantaseaba en privado y negaba en público. Ahora es la esperanza frustrada, un juguete roto de la política. Todo por un máster falso.

Hasta que llegó a ser delegada del Gobierno en Madrid en enero de 2012, era una desconocida fuera de las lindes de la política capitalina, e incluso dentro de ellas tampoco era un rostro familiar. Acreditaba una larga carrera, seis legislaturas, como diputada autonómica con escaño en propiedad desde 1991, pero no pasaba de ser una del «trío de las gin tonic», como era conocido en la Asamblea regional aquel grupo de parlamentarias florero. A base de estar ahí sin equivocarse hizo carrera, aunque más institucional (llegó a ser vicepresidenta de la Cámara regional) que política.

No se quemó en las interminables guerras familiares del PP de Madrid y supo nadar en las procelosas aguas domésticas. Nadie en su partido la veía como una amenaza, era un verso suelto y heterodoxo en el rancio universo de los populares madrileños. Defensora de la ley del aborto, del matrimonio homosexual, agnóstica, republicana confesa -«la monarquía es una institución anacrónica en el siglo XXI»-, presume de haber tenido «novios muy de izquierda» y de tatuajes, cinco se ha dibujado. Un horror para el votante de orden del PP y un perfil alejado del arquetipo del político de derecha.

Las claves

  • - Diputada autonómica desde 1991, delegada del Gobierno en Madrid y de ahí a la Puerta del Sol

  • - Es un verso libre en su partido, defensora del matrimonio gay y la ley del aborto y republicana

  • - Achaca su caída a los afectados por su decisión de levantar las alfombras en el Gobierno regional

Pero al mismo tiempo es una amante de la autoridad, no en vano es hija de un general de Artillería. «No hubiera permitido la acampada del 15M en la Puerta del Sol», ha dicho alguna vez. Las contundentes actuaciones de la Policía a sus órdenes dan fe de que no la habría consentido. «Es el primer madero», resume un mando policial que trabajó con ella en la represión de las llamadas 'marchas de la dignidad' en marzo de 2014, y que se saldaron con más de un centenar de heridos y 29 detenidos con el centro de Madrid convertido en una batalla campal. Como recuerdo de aquellas jornadas, exhibía en su despacho de delegada del Gobierno piedras y ladrillos que los radicales arrojaron a los agentes.

Pero más allá de la iconoclasia personal, su irrupción en la escena política madrileña y nacional fue un soplo de aire fresco para el PP tras años de fétidas bocanadas. Cayó bien, aunque no todos en su partido compartieran esa impresión. Llegó decidida a levantar las alfombras del Gobierno autonómico porque, después de años en la órbita del poder, tenía la certeza de que bajo los oropeles se escondían paladas de podredumbre. «Lo de Nacho (González) y el Canal (de Isabel II) huele fatal», se sinceraba en una conversación informal al poco de llegar al despacho de la Puerta del Sol. También rompió los puentes con Esperanza Aguirre, señora donde las haya del PP de Madrid, y con la que nunca empatizó pero a la que nunca desobedeció. Aquellos aires novedosos también le propulsaron a escala nacional.

Neutralizada Aguirre, era la baronesa por excelencia del PP; la única con mando territorial, junto al gallego Albertio Núñez Feijóo, que podía aspirar a la sucesión de Rajoy. Relevo que con falsa modestia negaba que estuviera en sus planes. Pero sí, lo estaba. Contaba con apoyos internos y hasta era bien vista por el hermético jefe del partido. Cuando convenía, se hacía «la rubia» -que, según su definición, consiste en parecer «la tonta, hacer como que no te enteras cuando te reúnes con hombres, pero sin bajar la guardia. Consigues mucho más»-.

Escaló con rapidez posiciones en la corte popular de la calle Génova de Madrid y pronto fue un rostro conocido en toda España. Hasta que llegaron las salpicaduras de corrupción, que no le han alcanzado de lleno, pero han emborronado su aura inmaculada. Lo que no estaba en sus cálculos era que iba a ser ella misma la que se cavara la sepultura política. Atribuirse un máster en derecho autonómico y local que rezuma falsedad por los cuatro costados ha sido su armagedón. Era cuestión de tiempo que dimitiese, según decían compañeros de partido. Y ella misma sabía que su carrera en el PP ha concluido antes de disputar la gran partida del reemplazo de Rajoy.

La que se presentaba como el adalid de la regeneración, achaca ahora su situación a la sed de venganza de aquellos afectados por su espíritu transformador. Las buenas intenciones no han sido suficiente para alcanzar la meta.

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