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De izquierda a derecha, Paloma, M. P., I. y D. frente a la fachada del centro. Ñito Salas
Proyecto Hombre: partir de cero

Proyecto Hombre: partir de cero

Así son y así viven los 38 residentes de la Comunidad Terapéutica de Algarrobo Costa. Sus consumos han cambiado: hay drogas, pero también Internet, sexo o compras

Ana Pérez-Bryan

Domingo, 8 de octubre 2017, 00:55

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I. tiene 23 años y comprendió que había tocado fondo la mañana aquélla en la que abrió la puerta de casa y se encontró a un tipo con pistola que amenazó a su madre por una deuda de 1.200 euros. D., de 20, lo ha tocado dos veces: la primera cuando sus padres descubrieron que el curso universitario con el que trataba de coger las riendas de su independencia se redujo, en realidad, a una carrera loca de 24 horas repartidas entre la obsesión por los videojuegos y el consumo de marihuana, LSD y éxtasis; y la segunda cuando probó suerte en terapia y a los cinco meses ya estaba enganchado de nuevo, esta vez a las setas alucinógenas. Paloma, en fin, supo antes de los 18 en qué consistía el trapicheo, el quitarle dinero a sus padres y el devastador efecto de no poner líneas rojas en una pareja conflictiva que le dejó «la cabeza tocá». Afortunadamente, la novia de MP, de 36 años, la pilló consumiendo cocaína en una de esas veces de prometo-que-lo-he-dejado y su ultimátum y las ganas de no seguir escarbando en el abismo hicieron el resto.

El adicto-tipo es hoy un varón de 34 años, vida normalizada y que lleva años consumiendo

Todos ellos comparten hoy sus días y sus noches en la Comunidad Terapéutica que Proyecto Hombre tiene en Algarrobo Costa y que trata desde hace más de 30 años de enderezar los renglones torcidos de esas biografías frenéticas. Allí conviven cerca de 40 residentes como I., D., Paloma y M.P, que con sus historias (re)dibujan el nuevo perfil del consumidor de «sustancias», que es como se llama de puertas adentro a las drogas o a las adicciones que acaban lastrando las vidas de los afectados, pero también las de sus familias: porque si hace dos o tres décadas la sociedad reducía el estereotipo del ‘enganchado’ al heroinómano que estaba tirado literalmente en la calle, hoy en día esta realidad es incluso más devastadora por la normalización –e incluso aceptación social– de otras drogas que no dejan una huella física tan inmediata como el caballo pero que, a la larga, hacen el mismo daño. Adictos a todo tipo de drogas; pero también a Internet, a los videojuegos, al alcohol, al sexo o a las compras forman parte de esta creciente comunidad de afectados que en muchos casos acumulan años de consumo descontrolado (y combinado) hasta que algo en su entorno hace ‘crack’.

Residentes y terapeutas, a la hora del almuerzo en la Comunidad Terapéutica.
Residentes y terapeutas, a la hora del almuerzo en la Comunidad Terapéutica. Ñito Salas

De hecho, Proyecto Hombre alertaba en su último informe anual de una realidad que inquieta y estremece a partes iguales: el perfil-tipo del consumidor de hoy es un varón de 34 años con una vida relativamente normalizada en lo afectivo y en lo laboral que ha comenzado a consumir alcohol y cocaína o alcohol y cannabis entre los 15 y los 17 años y que cree que ‘controla’ cuando el controlado es él. En ese escenario, no es difícil adivinar qué efectos tienen este tipo de conductas reiteradas en un plazo de 15 o 20 años. Porque a pesar de que cada caso es un mundo, sí hay algo que los termina de igualar a todos cuando deciden dar el paso: «No existe el consumo bajo control». Lo dice Eugenia Maldonado, educadora social y directora de esta comunidad terapéutica, que lleva diez años al pie del cañón tratando de luchar contra ese espejismo del yo-controlo.

María José, de 45 años, que acudió a Proyecto Hombre para tratar una depresión
María José, de 45 años, que acudió a Proyecto Hombre para tratar una depresión Ñito Salas

Por sus manos ha pasado (casi) de todo, y aunque esta residencia es sólo una etapa más en el complicado proceso de rehabilitación, no todos los adictos –aunque sí una mayoría– pasan por el mismo programa base, que tiene tres fases: la acogida o atención ambulatoria en la sede de Proyecto Hombre con acompañamiento de la familia; la comunidad terapéutica, donde los adictos viven en régimen residencial entre siete u ocho meses y, al fin, la reinserción, una prueba de fuego que implica que la persona regresa a ese entorno a veces nocivo aunque con la diferencia de que –ahora sí– lo hace con las herramientas adecuadas.

Ese cambio abrumador en los perfiles ha hecho, sin embargo, que algunos de los programas tengan que adaptarse a las circunstancias de cada persona: es el caso del llamado ‘recurso nocturno’, destinado a adictos «adaptados, con una vida normalizada e incluso con un trabajo que vienen en horario de tarde-noche a hacer terapia», explica Maldonado, que deja sobre la mesa un dato que da que pensar: «Muchos de estos usuarios son empresarios». Gente normal. Pero con un problema.

Normas muy estrictas

En ese trabajo de crecimiento personal con el que los siete especialistas de esta casa, entre educadores sociales, trabajadores sociales y psicólogos, tratan de rescatar hábitos razonables de la convivencia se trabaja en varios frentes. La estrategia es similar en el resto de los programas que funcionan en Proyecto Hombre –también hay otros destinados a la prevención, a mujeres con codependencia emocional por las adicciones de sus parejas, a familias e incluso a jóvenes de entre 18 y 25 años que estudian y trabajan– y en todos los casos se sustentan con la aportación económica de las familias y los fondos propios de la Fundación Cesma (Centro Español de Solidaridad de Málaga), bajo cuyo paraguas funciona Proyecto Hombre.

A pesar de que en todos ellos el trabajo y la adquisición de nuevas rutinas son vitales, la Comunidad Terapéutica es quizás el núcleo donde más importancia adquieren las normas, que son muy estrictas: nada de móviles ni de dinero, la violencia física o verbal está totalmente prohibida y si se detecta en un control que ha habido consumo se toman medidas que pueden representar incluso volver a la casilla de salida, es decir, a la acogida. A cambio, los residentes tienen la oportunidad de mantener el contacto con sus familias e incluso pasar con ellas los fines de semana, porque el régimen de estancia no es de aislamiento sino abierto. Así la responsabilidad la tiene cada uno. «Todo esto es necesario para afrontar la reinserción», observa la directora de la casa, que admite que en algunos casos no es fácil apartarse de las ‘zonas de riesgo’ porque el ojo del huracán está en tu propia casa, en tu trabajo o en tu círculo cercano. Y para eso hay que entrenarse, sobre todo con terapias especializadas, pero también con rutinas cotidianas que ayudan a ir recuperando el control que el consumo pulverizó: lavandería, jardinería, cocina y administración son las tareas que tienen asignadas, por grupos, los residentes.

En la imagen superior, los encargados del turno de cocina preparan el menú del día. A la izquierda, una de las sesiones de terapia con Gema Cejudo (izda.), una de las educadoras sociales. Al lado, D. e I. tienden unas sábanas en la terraza tras hacer la colada. Ñito Salas
Imagen principal - En la imagen superior, los encargados del turno de cocina preparan el menú del día. A la izquierda, una de las sesiones de terapia con Gema Cejudo (izda.), una de las educadoras sociales. Al lado, D. e I. tienden unas sábanas en la terraza tras hacer la colada.
Imagen secundaria 1 - En la imagen superior, los encargados del turno de cocina preparan el menú del día. A la izquierda, una de las sesiones de terapia con Gema Cejudo (izda.), una de las educadoras sociales. Al lado, D. e I. tienden unas sábanas en la terraza tras hacer la colada.
Imagen secundaria 2 - En la imagen superior, los encargados del turno de cocina preparan el menú del día. A la izquierda, una de las sesiones de terapia con Gema Cejudo (izda.), una de las educadoras sociales. Al lado, D. e I. tienden unas sábanas en la terraza tras hacer la colada.

El reto, en todos los casos, es «partir de cero». «Aquí vienes a ‘resetearte’ completamente», dice gráficamente MP, quien ya probó otro tipo de terapias en otros centros que no funcionaron. «Allí se trabajaba sólo el tema de la droga, pero en realidad nuestra adicción es como la fiebre: hay que ver qué es lo que la produce», zanja la joven, convencida de que detrás de sus más de diez años de problemas con la cocaína hay algo más que un trabajo estresante como trabajadora de un catering nocturno que le exigía estar «a tope».

Las historias

  • D., 20 años. Adicto a las drogas y a los videojuegos. A D. no se le olvidará la cara de horror de su padre cuando fue a recogerlo a su piso de estudiante y se dio cuenta de que su hijo había repartido el curso entre el consumo frenético de videojuegos y drogas. Es su segunda recaída porque en la primera –dice– no se lo tomó «nada en serio y no hice las cosas bien».

  • I., 23 años. Adicto a la cocaína. Su trabajo en la hostelería y las «malas influencias» lo llevaron a un callejón sin salida con sólo 19 años. I. decidió salir de allí la mañana en la que abrió la puerta de casa y se encontró a un tipo armado con una pistola que amenazó a su madre por una deuda de 1.200 euros

  • Paloma, 18 años. Adicta a las drogas. Empezó a fumar porros a los 14 y antes de llegar a la mayoría de edad ya consumía coca, éxtasis y «lo que pillara». «Yo no quería entrar en el programa, estaba cegada», admite, aunque ahora ya a comenzado «a aprender a decir que no». Los miércoles sale del centro para ver a sus padres y recomponer lazos

  • M. P., 36 años. Adicta a la cocaína. M. P. es capaz de identificar con exactitud cuándo empezaron sus problemas con la cocaína. Tenía 26 años, una pareja que consumía y una serie de problemas que la llevaron a «perderle el respeto a aquello». Su carácter «posesivo» y un trabajo de turno de noche como empleada en una empresa de catering, que le exigía estar «a tope», hicieron el resto. Fue su actual pareja la que la llevó hasta Proyecto Hombre.

Partiendo de esta filosofía, la de centrarse en las causas y no tanto en las consecuencias, llegan a comprenderse también historias como la de María José, de 45 años. Ella no es consumidora de ‘sustancias’, pero cuando vio que algo en su cabeza «había empezado a descontrolarse» supo que tenía que hacer algo. Por su experiencia, sabía que ese ‘algo’ era Proyecto Hombre: si allí consiguieron hace unos años sacar del consumo de drogas a su hermano y del alcohol a su marido, a ella también podrían ayudarla. Así que desde hace un mes y doce días María José ha pasado al otro lado y ha cambiado su estatus de ‘familiar de apoyo’ por el de ‘residente’. A su espalda, un diagnóstico de depresión que ahora trata de combatir combinando los medicamentos con el ‘viaje’ a las causas de su problema: «Todo me viene de un cambio de trabajo. Limpiaba casas por horas y salía y entraba, hablaba con gente; hasta que conseguí una casa en la que me hicieron indefinida, y yo encantada». Sin embargo, la creciente responsabilidad de verse al cargo de tres niños más «todo lo demás» le provocaron un cuadro de estrés «exagerado». «Veía cosas en mi cabeza, ideas irracionales, perdí por completo el control», admite María José, quien añade un dato en su biografía que puede que tenga algo que ver con el origen de todo: «Tengo dos hijos, de 17 y 23 años. Y una nieta de 17 meses. (...) Mira, en realidad podría tener un tercero, pero me dijeron que había muerto al nacer y yo sé que está vivo». De hecho, su historia del ‘bebé robado’ fue la primera emoción que tuvo que gestionar cuando comenzó la terapia. Allí lo lloró como si acabaran de arrancarlo de sus brazos. Allí tocó fondo y allí también dio la patada para arriba.

En realidad, la vida de estos 38 residentes que exorcizan sus demonios de puertas adentro consiste en ir dando patadas para arriba a diario: la cura de todos pasa por saber identificar un problema, gestionar la emoción y tomar una decisión sobre ella. ‘Paradas de cajón’, le dicen. «Mi problema está en que tengo una conducta obsesiva para todo», admite D. durante la conversación informal del almuerzo. «El mío es que no me respeto, que no sé decir ‘no’», añade Paloma, sentada a frente a él. Ambos comparten no sólo adicción, sino una experiencia previa en un programa de prevención de Proyecto Hombre al que fueron conducidos por sus padres casi a rastras: «Yo empecé con los porros a los 14, y como allí me hacían pruebas para ver si detectaban el cannabis me cambié a la cocaína y al LSD». Igual que D.

«Nuestra adicción es como la fiebre: hay que ver qué es lo que la produce», dice M. P.

I. los mira, levanta el dedo en un ‘yo también lo hice’ y admite que en su caso, al igual que en muchos otros, lo más complicado está siendo recomponer los pedazos rotos de la relación con su familia. Su madre, que además de tragarse la amenaza tuvo que pagar la deuda de su hijo, «desconfía de mí en cuanto ve algo raro»; y su padre, con el que primero tuvo una relación «complicada» y después «inexistente» parece que va entrando poco a poco en la complicada tarea de cerrar las heridas del pasado. El futuro inmediato lo dibuja en grises: «Llevo aquí cuatro meses y medio y se supone que en unas semanas empiezo la reinserción», dice agachando la cabeza. «Aún no sé como lo voy a hacer, pero lo haré». Ahí está el logro: en hacerlo. Aunque sea partiendo de cero.

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