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Calle Larios

Calle Larios

Ciento siete años cumplió el pasado mes de agosto la que es hoy principal arteria urbana de Málaga. Nacida de un dédalo de estrechas calles y abigarrada arquitectura, el año de su iniciación, 1887, todavía presentaba en su trama urbana aspectos muy claros de su pasado musulmán. En cuatro años pasó de ser parte de un barrio viejo a primerísima vía

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Domingo, 12 de octubre 2014, 00:43

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Desde el día 15 de mayo de 1887 en que comenzaron hasta el 27 de agosto de 1891 cuando oficialmente fueron recepcionadas por el Ayuntamiento, las obras de construcción de calle Larios significaron la iniciativa malagueña de carácter urbano y arquitectónico más importante del pasado siglo. Bien es cierto que, previamente a ellas, se había acometido ya la reforma de las calles Luis de Velázquez, Cuervo (actual de Calderería), plaza del Siglo, Molina Lario y Sánchez Pastor, entre otras, realizadas por dos excelentes arquitectos de la época como fueron Jerónimo Cuervo González y Eduardo Strachan Viana-Cárdenas. Precedentemente a las citadas iniciativas, la ciudad no había conocido hasta entonces una actividad de renovación urbanística semejante. Durante los cuatro años de la construcción de calle Larios, y pese al corto periodo de tiempo que transcurre entre los procesos administrativos, las necesarias expropiaciones y las obras en sí mismas, ocho alcaldes se sucedieron al frente del Ayuntamiento local. Ellos fueron, en el orden cronológico de los sucesivos relevos, José Alarcón Luján, Sebastián Souvirón Torres, Carlos Dávila Bertololi, Ildefonso González Solano, Miguel Sánchez Pastor, Lorenzo Cendra Buscá, Juan de la Bárcena y Mancheño y Liborio García Bartolomé.

Algunos de los mencionados, que repitieron nombramiento hasta dos veces durante los cuatro años, ejercieron el cargo efímeramente, lo que prueba el convulsivo momento político que protagonizó el nacimiento de la que hoy tenemos por primera calle del centro comercial de la ciudad. Cierto que cada uno de los personajes mencionados jugó un importantísimo papel cara a los pactos que hubieron de alcanzarse con la poderosa Casa Larios; igualmente hay que atribuir un relevante protagonismo a la Sociedad Económica de Amigos del País, verdadero Sanedrín de la economía liberal malagueña de finales del siglo XIX.

Si para el alcalde Alarcón Luján fue un honor proponer al Ayuntamiento la idea de su construcción, para el pueblo de Málaga significó una verdadera satisfacción, pues don José, previamente a su planteamiento, había tenido la curiosidad de saber si los ciudadanos preferían como proyecto de interés comunitario la terminación de la segunda torre de la Catedral o desarrollar el proyecto de calle Larios. Históricamente, fue la primera vez que la municipalidad malagueña sometía a plebiscito una pregunta de semejante magnitud. La respuesta vecinal se inclinó por la calle y no por la torre.

¿Por qué calle Larios nace como posible eje de desarrollo moderno del centro urbano de la ciudad? Existieron dos razones para ello: transformar el hediondo, antiestético, revuelto y deshilachado tejido urbano que iba desde la plaza de la Constitución hasta calle Martínez (antigua de Pescadores) formado por calles entrecruzadas y estrecha, y ventilar, mediante el oportuno saneamiento, todo el amplísimo sector, cuya estructura había quedado absolutamente envejecida con el paso de los siglos.

El proyecto de calle Larios partía de la plaza y se trazaba sobre las calles del Toril, Siete Revueltas, Salinas, Callejón del Perro, San Bernardo el Viejo, Pescadores, Almacenes, Mesón de Vélez, Espartero y Don Juan Díaz, toda vez que se buscaba afanosamente conectar la plaza con la mar próxima.

PRESCRIPCIÓN FACULTATIVA

Lo he escrito varias veces y en la presente ocasión resulta obligado repetirlo: calle Larios nació por prescripción facultativa, además de ser su intención ordenadora y regenerativa del territorio. En efecto, resulta curioso comprobar cómo históricamente el núcleo más endémico ante cualquier epidemia fue siempre el situado entre la plaza, donde estuvo la antigua cárcel local, y la explanada portuaria.

Dicho sector, por las aludidas razones de deterioro urbano y arquitectónico, pésima ventilación, descuido de sus actividades relacionadas con la mar y el puerto, promiscuidad vecinal, existencia de garitos, tabernas, antihigiénicas barberías, posadas, mesones y albergues en los que se alojaban no pocos pillos, transeúntes y gentes de aluvión o delictivas y ocultas existencias, producía el propicio ambiente para el desarrollo y fomento de toda clase de epidemias que, en brotes recidivados, acababan por afectar a media población.

Los médicos malagueños del siglo XVII ya habían advertido reiteradamente a las autoridades que las peligrosas pandemias que la ciudad padecía de forma cíclica y que precisamente se ensañaban entre la población que vivía desde la plaza a calle Pescadores únicamente se acabarían saneando, ventilando y ensanchando el lugar. Los últimos e inteligentes galenos que tanto lucharon en 1833 durante la epidemia de cólera morbo, recogiendo la tradición y denuncia de sus antecesores, fueron los últimos en recordar que los vientos de su mar cercana que inútilmente intentaban penetrar sus angostos espacios se estrellaban contra la barrera arquitectónica de la actual calle Martínez; por tanto, su insistencia continuó en este mismo sentido: o se abría una brecha desde dicho punto en dirección a la plaza con el fin de airearla convenientemente, o las epidemias continuarían atrincheradas sin posibilidad de acabar con ellas.

PRIMERAS GESTIONES

Cuando José Alarcón Luján en sus dos épocas de alcalde (1876-1880 y de enero a marzo de 1881) se afana en los prolegómenos administrativos del proyecto de creación de calle Larios no podía sospechar la gran importancia que tal iniciativa iba a tener, aunque sí tenía muy claro que, dadas las circunstancias políticas de la época, no sería él quien presidiera el acto inaugural de la misma.

Según acta del cabildo municipal de fecha 29 de mayo de 1878 que de inmediato se dirigió a las Cortes, el Ayuntamiento pretendía del órgano legislativo nacional obtener autorización para aumentar en veinte metros cada zona lateral de la futura calle en estudio partiendo de los diez previstos inicialmente con el fin de poder llevar a cabo nuevas expropiaciones. Naturalmente, el aumento implicaba mayor gasto, y, aunque la legislación al respecto resultaba en extremo ceñida, la intención edilicia era en realidad que se contemplara en el proyecto final y definitivo una posible acción ulterior, de carácter urbano general, aprovechando el nacimiento de la nueva vía. En otras palabras, que la anchura permitiera, mediante el oportuno retranqueo, invadir terrenos cercanos a la Catedral, por un lado, y hacia calle San Juan, por otro.

«... Por ello, pues, a la Representación Nacional, respetuosamente, Suplica: Que por las circunstancias aducidas y en vista de las razones legales que se exponen, se digne expedir una medida legislativa que faculte para expropiar, además del terreno necesario para la calle de diez metros de ancho, en aplicación de la ley general, hasta veinte metros por cada una de las zonas laterales de edificación, y se ocurra a solucionar los casos análogos que con posterioridad puedan presentarse. Así lo espera el Ayuntamiento de Málaga de la ilustración y buen deseo que revisten todos los actos de las Cortes...».

Todos pendientes de aquellas gestiones, el primer compromiso de compra entre el Ayuntamiento y el propietario del inmueble situado en la plaza de la Constitución número 28 tiene fecha de 5 del siguiente mes de noviembre, día especialmente significativo para la historia del proyecto porque dicha finca era la que tenía que abrir la brecha para hacer posible la entrada a la propuesta calle desde la misma plaza.

Dos años más tarde, justo el día 1 de mayo de 1880, el Ayuntamiento hace públicas las bases de una sociedad anónima para promover su construcción. El capital de la misma se fija en un millón de pesetas, aunque queda claro que las acciones nominales podrán aumentarse en función delas necesidades constructivas y de la propia demanda ciudadana de ellas. Así las cosas, y en principio, el millón de pesetas del capital social inicial se distribuye en cuarenta acciones de 25.000 pesetas cada una. En favor de la sociedad el Ayuntamiento introduce una cláusula, verdadera canonjía, mediante la cual aseguraba a los accionistas la cesión de «todos los arbitrios que por huecos, atirantados, vallas, materiales en introducción de alcantarillas, tiene derecho a cobrar en edificaciones de las zonas expropiadas, así como cualquier otro establecido o que se pueda establecer en el futuro».

Tal como fácilmente se deduce de lo anterior, el Ayuntamiento trataba de hacer atractiva la participación en dicha sociedad a quienes, en aquellos momentos dueños del dinero local, recelaban de posibles, claras y rápidas ganancias, que era a lo que justamente estaban acostumbrados. El proyecto de la nueva calle con sus bloques de viviendas y locales comerciales para rentar era, desde luego, apetitoso desde una perspectiva comercial hecha para comerciantes. Pero que el Ayuntamiento se echara a la aventura con sus propios recursos era algo que no veían claro no sólo los hombres del dinero, sino las más conspicuas familias de la burguesía dominante.

Con todo, y tras un paréntesis de expectación y seguramente luego de haberse auspiciado más de un encuentro entre los pudientes localistas, se produce un acercamiento. Representantes de significados clanes industriales y de la actividad mercantil de la ciudad comienzan a dar muestras de interés hacia las peculiaridades de la iniciativa. Al Ayuntamiento se acercan curiosos gerentes, activos apoderados, encubiertos embajadores que no dan la cara de sus señores; y cuando toda la información técnica la manejan y reflexionan, todos y cada uno de los que se habían mostrado relativamente interesados o que simplemente hicieron ascos del proyecto esperan ansiosos comprobar los nombres de las personas, empresas y familias dispuestas a aportar sus capitales, y en qué cuantía.

Visto el asunto a la distancia que nos permiten ciento siete años después de materializarse el proyecto puede parecernos sencillo el favorable rodaje de trámites administrativos y legales. No fue así, sin embargo, ni siquiera teniendo en cuenta la grandeza de la iniciativa y el esfuerzo que reclamaba por parte municipal y del capital privado autóctono.

MAQUINARIA ADMINISTRATIVA

Las bases para poner en movimiento la necesaria maquinaria administrativa se origina el día 1 de mayo de 1880, cuando el Ayuntamiento realiza el primer compromiso de compra, el edificio número 28 de la plaza de la Constitución. Tras la adquisición del indicado inmueble, nació una sociedad anónima que sería la que verdaderamente garantizaba la viabilidad del proyecto. Diecinueve días más tarde, estamos ya a 20 de mayo de 1880, las bases de la sociedad quedarían definitivamente aprobadas en sesión municipal. El compromiso estaba firmado de puño y letra del alcalde Alarcón Luján y, según está documentado, para esa misma jornada habían suscrito dos acciones: Sociedad Hijos de Manuel Heredia, Hijos de Manuel Larios, Antonio Campos Garín, Jorge Loring y Simón Castel, que totalizaron las 250.000 pesetas.

La cuestión más dura, difícil y cara era el tema de las expropiaciones, verdadero escollo donde tradicionalmente naufragaron los proyectos municipales por su endémica falta de recursos económicos. Visto hoy desde dicha experiencia, incluso los primeros señores y sociedades que suscribieron las iniciales acciones dudaron acerca de la viabilidad de tan importante proyecto, puesto que para desarrollarlo en su integridad era necesario adquirir un total de 107 fincas para expropiar, demoler y, sobre ellas, diseñar espacios y desarrollar volúmenes arquitectónicos. Por esta razón el tema entró en extraño aunque comprensible letargo municipal hasta el mes de agosto de 1886. En ese momento se descubre que la Casa Larios, más astuta y ligera en sus gestiones y desde luego mejor saneada que las arcas municipales, había ido adquiriendo prácticamente en secreto y poco a poco para no llamar la atención hasta 76 de los citados inmuebles. Si el municipio conocía o no las citadas operaciones subrepticias, o si las bendijo consentidor o apoyó desde la connivencia, es algo no comprobado. Mas el dato está ahí...

UN PUÑADO DE ESCRITURAS

Con las escrituras en sus manos entra en contacto con el alcalde Liborio García quien entonces era apoderado general de los Larios, Antonio Jiménez Astorga asesinado en Málaga por un anarquista en marzo de 1905 tras recibir doce puñaladas, y ofrece al Ayuntamiento en nombre de la que ya se conoce en Málaga como Gran Casa su mejor disposición para colaborar... En realidad, esta colaboración significaba el absoluto protagonismo de los Larios en tan importante proyecto, por lo que a partir de dicho momento la municipalidad queda ciertamente marginada lo cual, seguramente, hizo respirar a los propios caballeros del cabildo edilicio y la iniciativa continuó adelante bajo el control de la primera familia malagueña.

El alcalde Liborio García Bartolomé lleva el tema de esta colaboración al seno municipal. Así, según dejó suficientemente documentado Francisco Bejarano Robles, «... en la reunión de la comisión especial del día veinte de noviembre se da cuenta de las conferencias celebradas con representantes de Hijos de M. Larios, en los que encontró la mejor disposición para la ciudad».

El mismo autor recuerda que el 11 de mayo de 1887, ante el notario Miguel Cano de la Casa, se escrituran una serie de acuerdos que, basados en 13 puntos, dejan a dicha familia la responsabilidad absoluta de las obras. Varias eran las exigencias al respecto: realizar la calle de acuerdo con las alineaciones y subdivisión de manzanas y rasantes que figuraban en el proyecto, que las alturas máximas de los edificios no excedieran de 20 metros, que las obras deberían quedar finalizadas en cuatro años a partir de la firma del acuerdo, y, entre otras cosas, que los Larios cederían en favor de la ciudad para vía pública 4.800 metros cuadrados de terreno, «renunciando a percibir cantidad alguna por este concepto».

La cláusula novena era definitiva: «El Ayuntamiento vende, cede y transfiere a los Sres. Hijos de M. Larios la parte de las actuales vías públicas en la zona de edificaciones de la nueva vía, y que son las siguientes (se enumeran a continuación 16 parcelas en calle Siete Revueltas, San Juan de los Reyes, Callejón del Gato, Almacenes, Callejón del Fraile, Callejón del Perro, San Bernardo el Viejo, Salinas, Postas, Espartería y Don Juan Díaz), expresando su extensión, situación, límites y precios que por el total de parcelas ascienden a 102.333 pesetas». El proyecto viario y arquitectónico de calle Larios entra a partir de estos momentos en fase de definitiva impulsión.

Las obras de calle Larios duraron cuatro años. Las escasas fotografías de la época que aún se conservan nos trasladan con facilidad a aquellos días plenos de actividad y movimiento cuando, todavía sin haberse experimentado ni utilizado el cemento en Málaga, un ejército de 1.200 trabajadores albañiles, canteros, plomeros, carpinteros, ferrallistas y de otras especialidades relacionadas con el gremio de la construcción se afanaban huelgas aparte en el ambicioso proyecto del que toda la ciudad estaba pendiente.

La calle fue el amable paseo de los malaueños de hace medio siglo Fue su arquitecto Eduardo Strachan Viana-Cárdenas, que permaneció a pie de obra días y días dirigiendo de manera personal a las huestes reclutadas por José Hidalgo Espíldora, maestro concesionario, que no obstante su falta de experiencia en trabajos de tan significativa envergadura supo ceñirse al modelo de organización que impuso desde los primeros momentos el director de las obras.

Poco a poco las 12 manzanas que se alinearon finalmente a lo largo de la vía fueron revelando aun antes de que la obra estuviera totalmente terminada la singularidad de la calle que se estaba construyendo desde la plaza de la Constitución a la calle Martínez con salida a la Alameda Principal, en cuya rotonda la ciudad elevaría más tarde monumento de gratitud a la Casa Larios en la persona de don Manuel Domingo Larios, segundo marqués del citado título.

Las 12 manzanas que configuraron la calle son prácticamente gemelas. Tomando como referencia la casa número uno, vemos el mismo ancho (23,52 metros), planta baja, tres pisos y ático, y, entre los materiales utilizados, paramento enlucido, piedra, hierro y tejas curvas. De su diseño sobresalen sus esquinas achaflanadas a las que se abren antepechos planos y cierros y herrajes igualmente achaflanados, así como los balcones de la segunda planta, en cuya fachada principal alternan corridos sobre dos huecos a la calle y en medio tres sencillos para acabar en otro doble.

Iniciadas las obras en 1887 sin estrépitos ni demasiada publicidad, se terminaron en el verano de 1891. Previamente a su inauguración oficial, los trabajadores posaron, arracimados sobre andamios, carros, bateas y plataformas, para la historia de Málaga en una fotografía que constata la feliz conclusión de la calle. En ella asoman sus rostros el maestro José Hidalgo Espíldora pasados los años rico industrial propietario de La Fabril Malagueña y presidente de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación y Antonio Baena Gómez, su joven protegido, que con el transcurso de los años también alcanzaría fama local como constructor-contratista y fundador y primer presidente de la Agrupación de Cofradías de Semana Santa.

CALLE CON PARQUÉ

Si arquitectónicamente los edificios que se alineaban a ambos lados de la calle constituyeron una sorpresa para los ciudadanos de hace un siglo largo, lo que realmente les dejó estupefactos fue el parqué del vial llamado entonces «entarugado», un trabajo costoso y de difícil realización taraceada, y tan magníficamente conseguido, que más parecía la calle salón de baile que calzada. Este singular adorno lo perdió la calle dieciséis años más tarde septiembre de 1907 a propósito de la histórica «riá» por desbordamiento del río Guadalmedina, que al inundar toda la zona del centro y permanecer encharcada durante varios días hizo saltar los «tarugos» como consecuencia de su dilatación por humedad.

Debido a tan original adorno de la calle, la Casa Larios tenía solicitado del municipio que prohibiera el estacionamiento en ella de cualquier tipo de carruaje privado o de alquiler, entonces de tracción sangre, para evitar que sobre el lucido y elegante parqué descargaran escatologías líquidas o sedimentadas los animales que tiraban de ellos. Tal petición fue discutida tal como recordó en la revista «Diltel» Rafael Bejarano Pérez en la sesión municipal del día 19 de agosto de 1891, en la que, igualmente, se abordó el tema de su alumbrado, cuyas farolas eran distintas en calidad y diseño a las que fueron inicialmente proyectadas.

Ambos datos parqué con prohibición de tránsito animal y cambio en el modelo de las farolas indican que, efectivamente, la poderosa Casa Larios tuvo muy claro que la calle que iba a llevar el apellido de la familia debía ser una de las más bellas de Andalucía y entre las primeras y más notables del país. Desde luego, no escatimaron nada. Es más, y como veremos más adelante, desde el punto de vista de la ocupación vecinal y comercial, los Larios fueron muy exigentes y estrictos en cuanto a la categoría de quienes iban a ocupar pisos y locales comerciales.

En su calle querían lo mejor y más granado de la ciudad. Soñaban con la calle representativa de Málaga y, desde luego, con la instalación de los mejores comercios, cuya decoración apetecían fuera lo más aproximada y moderna a los modelos francés e inglés, a los que los Larios se sentían tan próximos después de haber abandonado urgentemente la ciudad tras la revolución de 1868. En este sentido, dieron a sus apoderados, administradores y representantes legales durante su larga ausencia instrucciones muy concretas.

Según los Larios entendieron desde las distancias gibraltareña, inglesa y parisina que fue el recorrido cronológico que hizo la familia tras el advenimiento de «La Gloriosa», la calle debía acoger a las primeras instituciones culturales de la ciudad y, en este sentido, dieron grandes facilidades al Liceo para su instalación en uno de los pisos de las 12 manzanas que se alineaban en la calle. Los pisos tenían que ser ofrecidos a la llamada «gente bien», y los locales comerciales, a comerciantes e industriales que se obligaran a adornar convenientemente los interiores y exteriores de sus respectivos espacios.

No fue necesario que se hicieran excesivas recomendaciones al respecto, puesto que las rentas de pisos y locales resultaban absolutamente prohibitivas para el común de los comerciantes; sólo quienes disponían de suficientes recursos económicos, y era lo previsto, pudieron hacerse con uno cualquiera de los muchos que se ofertaban.

LUZ DE GAS Y ELECTRICIDAD

La primitiva iluminación de calle Larios estuvo a cargo de treinta farolas de gas, además de otras tantas que se instalaron en las calles colindantes para evitar en lo posible un contraste demasiado acentuado. Hay que decir que el gas lebón había llegado a la ciudad en 1854, que su explotación ya estaba perfectamente comercializada y que el Ayuntamiento estuvo a punto de producir por dos veces la ruina de la fábrica por sus tradicionales y enfermizos impagos.

La inicial prueba de luz eléctrica llegó a la nueva vía seis años después de inaugurada. Fue en 1897 y el local elegido para su experimentación, el Liceo. La ceremonia para ensayar tan importante como nuevo y eficaz sistema lumínico, demostró que la modernidad había entrado a Málaga de forma tardía, pues si bien era cierto que la luz de gas vino a nuestra ciudad antes que a cualquier otra andaluza, lo que se llamaba «corriente eléctrica» fue de más lenta incorporación. Además, precisaba para abastecer a la urbe una enorme fábrica, realizar la adecuada instalación de cableado, contador, luminarias y lámparas. Con todo, las pruebas satisficieron y la calle, además de convertirse en indiscutible primera arteria urbana, también fue a partir de la luz eléctrica escaparate de lo nuevo, moderno, renovador...

UN 27 DE AGOSTO

Para solemnizar adecuadamente la apertura de calle Larios se levantó a la entrada de la vía por su extremo sur y a la altura de las calles Martínez y Sancha de Lara un artístico arco de inspiración neomudéjar, torreado a ambos lados, que lucía en su centro el escudo de la ciudad, y en sus columnas, sendos medallones con las fechas respectivas de la iniciación y conclusión de la obra.

Fue el 27 de agosto de 1891 el día fijado para recepcionar el Ayuntamiento la nueva arteria urbana. A tal efecto, y para dar a los fastos inaugurales los necesarios acentos políticos y populares haciendo participar en ellos a la población, también se levantó un altar donde el obispo de entonces, Marcelo Spínola y Maestre cinco años más tarde nombrado arzobispo de Sevilla, acompañado de varias dignidades catedralicias y por supuesto de todas las autoridades locales, ofició la ceremonia de bendición de calle y edificios.

Quien más vibró de todos los presentes fue el alcalde, Sebastián Souvirón Torres, que habiendo accedido a la Alcaldía el primer día de julio anterior la suerte política le deparó el inmenso inesperado honor de recepcionar la obra arquitectónica y urbana más importante de la Andalucía de su tiempo.

Según era costumbre de la época ante un acontecimiento ciudadano de relevancia la Casa Larios era experta en tales previsiones, se repartió pan y limosnas en metálico a los pobres. Ningún miembro del clan estuvo presente, toda vez que desde las amargas experiencias revolucionarias vividas al advenimiento de «La Gloriosa» fluctuaban residencias, de manera que primero en Gibraltar, luego en Londres y París y ocasionalmente en Madrid en esos precisos momentos los Larios se encontraban en Biarritz, a cuya ciudad francesa envió el Ayuntamiento malagueño los acuerdos corporativos de agradecimiento, la propuesta de declarar hijo predilecto de la ciudad a don Manuel Domingo Larios y la decisión de colocar una lápida conmemorativa en el salón de sesiones en honor y recuerdo del primer marqués del mismo apellido, don Martín Larios y Herrero.

La crónica de dicho día, según se refleja en las inflamadas páginas que los diarios locales escribieron, ocultó una verdad: los Larios no tuvieron absolutamente ningún interés en estar presentes en los actos inaugurales. Pesaban todavía sobre la familia los acontecimientos de un septiembre malagueño determinado y, no obstante los veintitrés años transcurridos desde entonces, no había podido olvidar el acorralamiento que los principales miembros de la saga habían sufrido por parte de muchos de sus propios obreros de La Industria Malagueña y La Aurora, obligándoles a gatear por los tejados de su palacio hasta que recibieron debida protección policial.

La representación de la familia Larios la ostentó el apoderado general de «la Gran Casa», Antonio Jiménez Astorga, que supo reunir en el acto, junto a los obreros que habían trabajado en el proyecto de la calle, a la casi totalidad de los trabajadores de La Industria Malagueña y La Aurora. El pueblo, que ocupó gran parte de las aceras y calzada de la nueva vía, pasó unas horas de agobiante calor; pero, en el fondo satisfecho del momento que protagonizaba, aplaudió a rabiar cada discurso y, por supuesto, cada una de las alusiones que sobre los ausentes Larios hicieron los distintos oradores que intervinieron.

El día 2 del siguiente mes de septiembre, en la reunión del cabildo municipal, se informó detalladamente de haberse recepcionado las obras. En extracto, el acta de recepción decía:

«Leída el acta de la solemne recepción de las obras de urbanización de la calle Marqués de Larios, la cual tuvo lugar el día 27 del próximo pasado mes de agosto, con asistencia de las autoridades superiores de la provincia, corporaciones, personajes distinguidos de esta localidad, representantes de la casa constructora, prensa periódica y esta Corporación, fue aprobada; acordando el Ayuntamiento que la mencionada acta se una original a continuación de la de este día en el libro corriente».

PRIMEROS VECINOS Y COMERCIOS

La respuesta del comercio e incluso de los profesionales liberales de la ciudad no fue en principio demasiado entusiástica, pues hasta bien entrado el primer decenio del siglo XX no se constata la existencia de establecimientos hoteleros, mercantiles, oficinas de negocios y despachos profesionales en gran número.

El Liceo y el Círculo Mercantil, entre 1893 y 1896, fueron, respectivamente, las primeras instituciones culturales que se establecieron en la ya principalísima arteria local; luego, poco a poco y casi con un cierto temor dadas las exigencias de ornato y decoración a que se obligaban los comerciantes, se establecieron el escritorio, oficina y exposición de la familia Toval, el popularísimo bazar de Temboury y las oficinas y exposición de materiales cerámicos de la Fabril Malagueña del ya aludido José Hidaldo Espíldora, que tenía su fábrica en la zona de La Malagueta.

En las guías comerciales de Málaga durante los primeros años del presente siglo es un pozo de documentación la de José Supervielle (1909) hallamos, entre los bares y cafés más distinguidos, el Parisién, Imperial e Inglés, situados por el orden citado en los números 2, 3 y 4. Empresas aseguradoras ya existían el mismo año numerosas: Guillermo Alquer, Palatine Fire Office, Comercial Unión Assurance Company Limited, Unión Marine Inc. y la Greshan, en el número 4; y Fernando Contreras, Morwich Union Fire Insurance Society y The Standard, en el 7.

El único estanco de la calle se abrió en 1906 en el número 3, las dos primeras tiendas de ropa y quincalla fueron las de Francisco Lara Garijo y Manuel Romero Alejandro, respectivamente, en los números 10 y 4, y sus tres relojerías-platerías pertenecían a Elvira Begoña, a la viuda de Jorge Rivarola y a Rosado y Cía., en los números 3 (las dos primeras) y sin especificar número la última.

Dos sombrererías, la de José Ruiz Sánchez y la de Villamor, se habían establecido ya para 1909 en los números 1 y 7, respectivamente; un veterinario, Alejandro Avila Canta, lo había hecho en el 10, y la única librería de la calle, propiedad de Enrique Rivas Beltrán, se hallaba en el número 2. De los 52 médicos que ya existían ejerciendo en la ciudad para ese mismo año, únicamente José Gatell y Argenter y José Molina Martos, respectivamente en los números 5 y 1, tenían sus correspondientes domicilios y consultorios.

Abogados había en la ciudad de entonces entre 140 y 145, de los cuales sólo cinco de ellos eligieron calle Larios para establecer residencia o, en su defecto, despacho-vivienda. Fueron Joaquín Díaz de Escovar, en el número 1; Miguel Pérez Bryan, en el 4; Antonio Gil Soldado y Manuel Vázquez Caparrós, en el 6, y Luis Irisarri y Pastor, en el 4.

Hoteles y fondas eran tres las existentes en ese mismo decenio: Niza, Inglés y Victoria, por el orden citado en los números 2, 4 y 9. La única imprenta que se constata es la de Miguel Jimena, en el número 6; el único salón-estudio fotográfico era El Louvre, de Agustín Sánchez Morales, instalado en el 5; y entre los profesionales liberales que ya vivían allí o que en la misma tenían despachos figuraban los ingenieros Luis Souvirón y José Valcárcel, respectivamente, en los números 3 y 10.

Es difícil saber quiénes fueron las primeras familias que habitaron calle Larios a partir de su recepción oficial por el Ayuntamiento, puesto que la ocupación de sus 12 manzanas siguió el mismo lento proceso que en el caso de los comercios; pero hay un dato que no me resisto a consignar aquí y que, probablemente, nos ofrece una pista acerca del primer niño malagueño nacido en la centenaria calle.

El dato lo obtuve directamente del farmacéutico Esteban Pérez Bryan, a quien, desde aquí, rindo afectuoso recuerdo no sólo a su memoria sino a la cortesía informativa que tal dato representa.

Me contó que sus abuelos, Esteban Pérez Souvirón y Rafaela Bryan Fernández de la Herrán, se mudaron de la plaza del Obispo a la casa número 4 de Larios cuando aún no había sido inaugurada. En dicha calle fue donde nació hace 106 años el niño José Pérez Bryan, uno de cuyos hermanos, Miguel, tuvo en el mismo piso su bufete de abogado.

Esteban Pérez Souvirón, por lo que queda documentado y en su condición de corredor de Comercio que trabajaba para la familia Larios, fue quizá el primero que tuvo acceso a aquellos amplísimos y soleados pisos antes de darse por finalizado el proyecto de la calle, y de tal circunstancia, el hecho de poder afirmarse que fue su hijo José el primero de los niños malagueños nacidos en la nueva vía.

Otra familia se constata que ya vivía en el mes de diciembre de 1894 en el número 3 de calle Larios, piso cuarto izquierda (ático o buhardilla). Fue la de Juan Poy, abuelo del médico Francisco Muñoz Poy, tan conocido en nuestra ciudad, que era uno de los adminstradores y apoderados en Málaga de los Larios de Gibraltar, además de conocido colaborador del periódico «La Unión Mercantil» y tan fino como elegante poeta como agudo escritor.

ADOQUINES POR PARQUÉ

Para el expresado año 1909 la calzada de la calle ya había perdido parte de su esplendor y lujo. En efecto, tras la «riá» del otoño de 1907, el lustroso parqué o «entarugado» de maderas taraceadas había desaparecido totalmente. El piso fue adoquinado como tantos de nosotros hemos conocido hasta los años sesenta del presente siglo, y ya no existieron problemas para que los vehículos a traccción sangre o motorizados pudieran hacer uso de la calle con entera libertad.

Los elegantes cafés Parisién, Imperial e Inglés ya eran notables antes de finalizar el primer decenio del siglo XX. Eran locales de cierto refinamiento y, especialmente, el Inglés, era de selecta concurrencia. Sus veladores apenas se retiraban de las aceras y en ellos, mientras forasteros y turistas principalmente degustaban nuestros vinos y cafés al sol cálido del invierno, discutían negocios los corredores de Comercio, leían el periódico desocupados señoritos y grupos de obreros deambulaban por las aceras... viendo los barcos venir.

OTROS COMERCIOS

Cafés muy populares en la misma calle fueron el Español y La Palma Real, entre los de más feliz recuerdo. La primera institución bancaria que abrió agencia en la calle Larios fue el Banco Español de Crédito, la primera cristalería fue la de Morganti y Bayettini y la única tienda de pianos e instrumentos musicales de los primeros años de este siglo, la de López y Griffo. Entre las joyerías que ya existían en 1920 figuraban las de José Abela, Jerónimo García y la de Hijos de Rosado, por el orden citado en el número 3 (las dos primeras) y en el 10 la última. Para ese mismo decenio ya funciona en el número 10 la clínica dental de Aurelio Baca, en el número 1 la consulta de Antonio Villar, la de Fernando Junco en el 3, y en el 5 la de Miguel Segura. Y otros hoteles, Córdoba y Simón, respectivamente en los números 4 y 5, se unieron a la oferta hotelera de la calle.

Para finales de los años 30 ya estaban la farmacia de Mata Vergel, la cafetería Cosmopolita, los almacenes de Gómez Hermanos, la sedería Masó y la horchatería de Mira, entre otros varios comercios que alcanzaron popularidad. Precisamente a esta misma época pertenece la visión más empobrecida, triste y antiestética de la primera calle comercial de la ciudad, pues los daños de la guerra, espectaculares en la manzana de Temboury, la afearon hasta que el último de los Guerrero Strachan acometió las obras de su restauración.

Entramos en los años de la generación de postguerra. Estos decenios definirían calle Larios como el gran salón de paseo de los malagueños de entonces. Quien no haya perdido la memoria recordará que a la caída de la tarde casi toda la gente activa de la ciudad se daba cita en ella. ¿Para qué? No había ciertamente una razón concreta, pero el hecho era que una riada humana, bulliciosa y a veces espectacularmente crecida hasta el punto de no poderse transitar, recorría durante horas, en un rumoroso y tertuliano paseo, la calle de un extremo a otro.

La gente quedaba citada en la plaza de la Constitución, «bajo el reloj», según previa especificación para encontrarse rápidamente, y a poco de formado el grupo de amigos y camaradas afines, conocidos o familiares se comenzaba a caminar. Se bajaba calle Larios desde los escaparates de Moragues. El andar era lento y parsimonioso. Todos iban detrás de alguien y la mayoría de los paseantes guardaban las formas. Como cohorte de procesión semanasantera ahora deteniéndose, luego más rápida, después más lenta, quienes caminaban delante eran siempre los que imprimían el sentido y velocidad de la marcha. Se avanzaba por una acera hasta el fondo de la calle, y al llegar a la altura de la de Martínez, vuelta hacia arriba por la acera contraria para llegar al cabo de un rato a la plaza de la Constitución y comenzar otra vez, rodeándola, a la altura de los escaparates de Moragues. El paseo podía durar horas en una pura y festiva algazara de risas y conversaciones.

La calle Larios, dijimos, fue durante el decenio de los años cincuenta el amable y concurrido paseo por el que transitaban a diario cientos de malagueños por el puro placer de caminar, conversar, discutir y, en no pocos casos, buscar pareja. La gente se saludaba, preguntábase por la salud propia y de los allegados, se interesaba por las menudas cosas del día y se piropeaba a las niñas. Los muchachos fumaban cigarrillos rubios americanos Phillip Morris, Chesterfield o Lucky Strike adquiridos a granel, tres una peseta, o Timonel, Bisonte, Baby o Jirafa, dos más por el mismo precio. A veces, para poder comprarlos, cada uno aportaba sus escasas monedas; luego, repartían y fumaban con placentera parsimonia.

Los escaparates de Cosmópolis, por la variedad de sus exquisiteces prohibitivas para la mayoría de paseantes, se miraban de soslayo, como apeteciéndolas; los de Rodolfo Prados Ortiz, por sus constantes novedades en artículos de juguetería, regalos e instrumentos musicales; los de Morganti ya no estaba Bayettini, por los cuadros que frecuentemente exhibía de veteranos o jóvenes pintores malagueños; los de Temboury, a causa de un horrible muñeco mecánico de brazos articulados y cejas movibles que, con un puntero en la mano, golpeaba los cristales llamando la atención de los paseantes; los del Bazar del Fumador, por sus ultramodernos y dorados mecheros, elegantes petacas de cuero y metal, así como por las sorprendentes maquinillas para liar cigarrillos de tabaco picado o de hebra; los de Aurelio Marcos, por ser el templo de la plata, el oro, la mejor relojería suiza y las inalcanzables piedras preciosas montadas en oro o platino. Tiempo después, a los citados escaparates se unirían los de Calzados Segarra, cuyos zapatos por su peso y resistencia producían dolor de pies sólo con mirarlos...

La calle Larios de los últimos paseos de juventud del cronista autor de estos recuerdos me supongo que no estoy solo en la nostalgia tenía para los malagueños de entonces varios hitos representativos de la época: la Academia Almi, donde tantos de nosotros perfeccionamos taquigrafía y mecanografía al tacto; el despacho de José Luis Estrada Segalerva, donde se editaba la influyente revista poética «Caracola»; el estudio fotográfico de Pellín, al que tantos de nosotros mandamos revelar el primer carrete fotográfico de nuestra antigua Kodak negra y cuadrada; La Chavalita, pulquérrimo y cursi establecimiento más cerca del salón de té que de la horchatería, y, finalmente, el Círculo Mercantil, con sus secciones separadas para damas y caballeros, ya entonces el club social más representativo de lo arcaico, retrógrado y conservador de la ciudad.

Al Círculo se le conocía como «Villa Calcetines», pues los socios que no dormitaban en los cómodos sillones de gutapercha distribuidos en sus elegantes salones tomaban asiento a la puerta del local sobre no menos cómodos sillones de mimbre que se alineaban a lo largo de su fachada: sus piernas cruzadas eran, en efecto, variado muestrario de calcetas distintas de diseño, colores y calidades. Era, además de exposición, síntoma público de la holganza ociosa de muchos de sus propietarios.

LA LUZ DE NEÓN

Cuando llegó a Málaga la luz de neón y la firma Iluminaciones Rais sembró el centro de la ciudad de luminosos fluorescentes de exquisita letra inglesa, las viejas cartelas metálicas que encendían interiormente cristales de colorines con los nombres de los establecimientos, o distintas otras rotuladas en madera, se abrió paso una nueva y elegante forma de anunciar los comercios de la vía, con lo que la misma ganó en prestancia, modernidad y ornato.

En la calle Larios de los años cincuenta avanzados se experimentó una nueva forma publicitaria mediante la iluminación de los bordillos de sus aceras. En efecto, la tradicional piedra fue retirada y en su lugar se instalaon láminas segmentadas de recios cristales que, iluminados interiormente, anunciaban diversos productos de la época: desde vinos hasta jabones, desde aceites hasta corsés para señoras, de perfumes a polvos para la cara. La fórmula, que resultó verdaderamente revolucionaria por su inesperada originalidad, duró bien poco pese a todo. No se cuidó su conservación, de manera que cuando los primeros y resistentes cristales estallaron hechos añicos por las pisadas de personas y rozaduras de vehículos, los cables eléctricos quedaron al aire y los días de lluvia podían dar un calambrazo a inadvertidos transeúntes, y retornaron los bordillos de piedra.

TRANSFORMACIONES

Hacia la mitad de los años cincuenta, prácticamente coincidente con el que se llamó «boom» turístico de la Costa del Sol, el comercio de la calle comienza a introducir transformaciones que no sólo alcanzaron a las fachadas exteriores de los mismos, sino a sus interiores, que en algunos casos se remozaron totalmente.

Todavía muchos de aquellos antiguos negocios mostraban a través de sus escaparates además del ya señalado caso de Cristalería Morganti las pinturas de veteranos y jóvenes artistas de la ciudad. Y es que, siguiendo una tradición que arrancaba de los años veinte, artistas como Fernando Labrada, Antonio Burgos Oms o Federico Bermúdez Gil todos los años realizaban un retrato a la Reina de la Prensa. Dichas obras se exhibían corrientemente en el escaparate de Morganti, mas la tradición de hacerlo se extendió luego a otros de distintos comercios de la calle: Casa Masó, Moragues, Camisería La Española, etc. Uno de los últimos retratos que recordamos, ya en los años sesenta, fue el del obispo Angel Herrera Oria poco después cardenal, que lució unas semanas en el principal escaparate de Masó. Fue realizado por el pintor cubano Humberto Soca del Río tiempo después de bajar Fidel Castro de Sierra Maestra y tomar el poder cubano. Soca del Río había pintado una gran alegoría de Cuba con la familia Batista en el centro; por tanto, considerado el pintor enemigo de la revolución, tuvo que huir a España y se afincó, en principio y durante largos años, en Málaga.

Son, decimos, los años de las transformaciones comerciales de la calle. Se incorpora por vez primera a las fachadas el mármol verde serpentina y rosado, como en el caso de Moragues; se amplían y enlucen escaparates; se hacen más espaciosos y diáfanos los interiores; se retiran las sillas de altos respaldos en las que los clientes, más que comprar, celebraban tertulias, y se retiran definitivamente aquellos horrorosos y anticuados maniquíes de cartón piedra que, mudos, hieráticos y de sorprendidos ojos, habían vestido hasta entonces las distintas modas que fueron. Por otra parte, entran en funciones escaparatistas y decoradores, y otros comercios de las calles próximas, por un elemental principio de mimesis, también inician importantes obras de reformas. El centro comercial de la ciudad al menos en su aspecto estético comienza a modernizarse.

Los antiguos cierres de madera que había que quitar y poner dos veces al día y ajustarlos a los rieles sobre los que discurrían, fueron reemplazados por cerramientos metálicos de elegante trama o puertas también metálicas enrollables. En general, un nuevo y lustroso comercio comenzó a aparecer en la calle, y aunque alguna que otra entidad bancaria modificó gravemente su fachada alterando las originarias diseñadas por Strachan Viana-Cárdenas, la verdad fue que la agresividad arquitectónica no había sido tan censurable como en otras calles del centro de la ciudad, donde se produjeron situaciones de juzgado de guardia ante la incomprensible pasividad municipal.

El neón publicitario invadió completamente la vía. Desde el obelisco al segundo marqués de Larios era ostensible, y desde el punto de vista del impacto visual, un acierto. Los anuncios gigantescos como el de Phillip o posteriormente el de los relojes Orient que durante años lució en toda su fachada Espejos Hermanos eran visibles desde la Alameda Principal.

Las viejas y elegantes farolas que desde sesenta años atrás habían iluminado originariamente con gas y más tarde con electricidad se sustituyeron por lámparas de mercurio corregido fijadas a las fachadas. Hubo otros cambios también fundamentales, pues desapareció posteriormente el adoquinado de la calzada, y la pesada piedra de sus aceras se reemplazó por losetas de mármol que, por cierto, llegaron en sus primeros años de uso a ser diariamente aseadas a mano mediante la técnica del estropajo y del jabón verde. Naturalmente, tan inusual procedimiento duró poco nos suponemos que en razón a su elevado coste, por lo que seguidamente la limpieza se hacía por manguerazos de agua a muy alta presión.

No obstante lo expresado, todavía seguía siendo una calle familiar, dulcemente provinciana, que sin apenas problemas de tráfico hacía apacibles los largos paseos de las gentes. Era aún la calle-salón de la ciudad; por tanto, allí seguía teniendo un alto protagonismo la vida social y de relación. Durante los años de la Tómbola de Caridad que se instalaba por el tiempo navideño en la plaza de la Constitución y que hacía posible la campaña Caridad 600, con cuyo resultado económico nuestro Obispado construyó viviendas para los damnificados de tres inundaciones, la calle era un hervidero incesante. Quizá fuera durante dichos años cuando la relación plaza de la Constitución-Larios alcanzara su mejor momento en el sentido de hacer una misma vía la calle y plaza. Todo el que transitaba por la primera acababa en la segunda, o al revés, con o sin necesidad. En cierto sentido algunos cronistas de la época así lo consignan, parecía existir un mandato de obligado cumplimiento transitar a diario por la primera calle comercial de la ciudad.

FINAL DE LOS 50

La calle Larios de finales de los años cincuenta del presente siglo se hallaba directamente influenciada no sólo por los cafés tradicionales que en ella estaban establecidos y que fueron citados, sino por una serie de bares y tabernas que eran, ya entonces, verdaderos templos del vino amigo y la abundosa tapa. Casi todos los viandantes que pasaban terminaban a menudo recalando en cualquiera de los muchos que existían en las calles transversales: Mesón de Vélez, Siete Revueltas, Nicasio Calle, Alarcón Luján, Strachan, Bolsa, Espartero, Liborio García, Sancha de Lara, Salinas, plaza de la Constitución, pasajes de Heredia y Chinitas y Santa Lucía, entre otras vías céntricas.

Citar a todos sería tarea poco menos que imposible, pero quienes entonces frecuentaban la barra de La Alegría, por poner uno de los más celebrados ejemplos de la época, tendrán que recordar sus variadísimas y excelentes tapas llamadas de «primera», «segunda» o «tercera», según el orden en que se repetían la consumiciones y que mejoraban de una a otra en calidad y en cantidad.

En Liborio García se hallaba El Refectorium, con sus célebres albondigones y sus papeles de estraza en los que se servía exquisito jamón, así como el bar de Galindo, de antigua tradición cafetera especialmente en el llamado «café exprés». También cercana, en Alarcón Luján, La Hostería, o la cafetería Granada, que inicialmente inaugurada por Juan Moreno de Luna fue más tarde adquirida por Luis Poggio, y el Boquerón de Plata de los hermanos García Hidalgo, que revolucionaron con sus mariscos a toda la ciudad.

En calle Martínez destacaba Negresco, amplísimo y concurrido, entre cuya fiel clientela figuraban no pocos tratantes de ganado, corredores de fincas, representantes de casas comerciales, viajantes de industrias y empresas y gentes del negocio fácil.

En Sancha de Lara un establecimiento ya era clebre por el cultivo de la copa selecta, Maese, y otro más popular, Flores, recibía a diario racimos de clientes de menor poder adquisitivo. Muy cerca de los mencionados Los Camarotes, con su decoración interior de barco de recreo de los años treinta, y Los Faroles, que se convirtió más tarde en el primer bar-bolera de la ciudad. También cerca, en calle Moreno Monroy, ya había adquirido justa fama por su excelente tapeo el local de Orellana, todavía en plena efervescencia.

Hacia el lado de la actual plaza de las Flores, todavía integrada en el dédalo de Siete Revueltas y salida a Larios, La Mar Chica y La Mar Serena. La primera, decimos, asomaba su publicidad a Larios a través de la callejuela en la que solía instalar sus veladores de piedra artificial color salmón; la segunda, solapada y como escondida, a continuación. También en Siete Revueltas existía una Valdepeñense guarrísima, oscura, de vino barato y peleón, de clientela variopinta y de subido tono popular.

Rosaleda y Metropol eran otras instituciones del vino y la tapa en Nicasio Calle; en el pasaje de Alvarez todavía no tenía el rótulo de pasaje Chinitas destacaba el Munich, donde Pepe Negrete mantenía y animaba una tertulia los sábados y domingos por la tarde; y en la plaza de la Constitución, abierto de día y de noche, el Suizo. Como cerrando el imaginario círculo de la cata del vino y la buena tapa malagueña, Las Baleares, en el pasaje de Heredia, y El Pombo, en Santa Lucía, que con su decoración arábiga era el verdadero hito cervecero de la citada calle.

La modernidad en los usos y costumbres en el beber, y en lo que concretamente a calle Larios se refiere, tuvo y tiene un protagonista, Ricardo, cuya güisquería puso un toque de distinción y snobismo cuando el licor escocés comenzó a generalizarse en la ciudad y ciertos consumidores deseaban hacerlo en adecuado y selectivo establecimiento.

CIEN AÑOS

Para conmemorar el primer siglo de existencia de calle Larios, el Ayuntamiento que en 1991 aún presidía Pedro Aparicio Sánchez encargó una tarta de 300 kilos. Aquella muestra de la artesanía confitera local, que tuvo sus dificultades para diseñarla y aderezarla convenientemente dado su peso, la realizó el capuchinero Francisco Aparicio. Todavía tengo viva la sorpresa que me produjo verla, recién acabada, extendida sobre varios tableros ensamblados en el obrador de calle Alderete donde se hizo. Los diferentes motivos y escenas hechos con arte sobre el enorme pastel, sus colores, la verosimilitud de su realismo temático, me produjeron un cierto pesar al imaginarme que, en pocas horas, la obra de arte iba a acabar en 2.000 estómagos ciudadanos.

La monumental tarta pesaba exactamente 315 kilos y medía 6 metros de largo por 1,10 de ancho. En su elaboración se habían empleado 500 huevos, 60 kilos de azúcar, 15 de almendras, 60 de mermelada de fresa, 40 de harina, otros tantos de merengue, 50 kilos de jarabe y 15 kilos de pastillaje variado. Fue obra de 120 horas de trabajo continuado. Francisco Aparicio estuvo auxiliado por el maestro Rafael Oliva y el decorador José Luis Moreno Filló, que fue quien pintó, sobre una resistente base de turrón con colores de jarabes rojo, blanco, amarillo, azul y violeta, las distintas escenas.

La tarta presentaba cuatro segmentos decorados. El primero de ellos era una perspectiva de la calle Larios actual tomada desde la plaza de la Constitución. Los detalles de su ambientación eran perfectos. La segunda escena pintada era un biznaguero con cartela alusiva a la centenaria calle. La siguiente secuencia, una alegoría en la que Andalucía se hermana con Málaga, o al revés si ustedes así lo prefieren, a través del escudo de la primera y el mapa de la segunda. Una picassiana paloma sacaba del mar un corazón que simbolizaba el amor, y un libro abierto reproducía en doble página los nombres de una veintena de malagueños ilustres que descollaron en diferentes disciplinas literarias, humanísticas y sociales. La cuarta y última escena reproducida en la gigantesca tarta era una torre de bizcocho que representaba el desarrollo de Málaga durante los cien años que se conmemoraban. Toda ella estaba cerrada con cien velas como verja protectora; su traslado desde el barrio de Capuchinos a calle Larios constituyó una verdadera odisea.

Aquella jornada del 19 de agosto de 1991 sirvió, entre otras cosas, para vivir los últimos y alborotados estertores de la feria de agosto y para que miles de ciudadanos pudieran reencontrarse con su querida y amada calle Larios.

Cuando el alcalde Aparicio saludó en sus palabras a Santiago Souvirón Utrera, nieto de su homólogo que hacía un siglo recepcionó la calle en nombre de la ciudad; a Rafael Crooke Martos, descendiente de los Larios; a Enriqueta Guerrero Strachan Rosado, de la saga Strachan Viana-Cárdenas; a Dolores Ruiz del Portal López de Uralde y a la niña Quica Romero Novoa, como las vecinas más antigua y reciente, respectivamente, de la calle, no sólo se estaba rindiendo caluroso homenaje de afecto a la memoria de quienes hicieron posible el nacimiento de calle Larios, sino a la historia del último siglo de vida local, tan llena de cambiantes momentos y tan pletórica de acontecimientos políticos, sociales, culturales y de toda índole, la mayoría protagonizados por distintas generaciones de malagueños en tan principal vía local.

Fue una fiesta entrañablemente familiar, distendida, jocosa y participada hasta donde sus muchos asistentes apetecieron. La tarta fue de lenta distribución por el elevado número de personas que deseaban catarla más como recuerdo del día que por deseo dulcero y que solicitaban «su parte» en ocasiones con una cierta y comprensiva imperiosidad dadas las circunstancias de apretujones, calor y molestias para conseguir llegar hasta ella.

Fueron muchas las personas, jóvenes y adultas, que siguiendo la petición del alcalde acudieron a la cita con ropajes a la moda de 1891. Unas indumentarias confeccionadas ad hoc y otras adaptadas a las circunstancias, lo cierto fue que, en algunos instantes, parecía que parte de la ciudad retornó al siglo anterior de forma adecuada y, sobre todo, utilizando viejos carruajes en los que pudieron lucir sus galas y unirse a la fiesta general.

Calle de primitivos y elegantes cafés, bazares, hoteles y despachos, por ella ha pasado parte vital de la historia malagueña. Por ella pasearon en distintas épocas y también desde ella experimentaron los malagueños más de una tragedia colectiva. A ella, todavía hoy y por fortuna, seguimos acudiendo muchos, como llamados por una voz amiga y familiar, que nos demanda darle los buenos días o las buenas noches, como hacemos ante nuestra gente más próxima al despertarnos o irnos a dormir.

La calle Larios, que en el pasado mes de agosto cumplió sus primeros 107 años, fue, sin duda, una excelente iniciativa urbana y arquitectónica del último decenio del pasado siglo, pero también fue una inspirada muestra de los arquitectos Manuel Rivera Valentín, a quien debemos los iniciales estudios del proyecto, y Eduardo Strachan Viana-Cárdenas, autor del diseño de las edificaciones y director facultativo de sus obras. Cierto que el trabajo de Strachan ensombreció el de Rivera, pero el hecho de que el segundo no fuera invitado a la ceremonia inaugural de 1891 no oscurece en modo alguno su importante contribución al proyecto general de calle Larios.

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