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Antes de un festejo en un pueblo de Ávila. Pallatier, con un traje blanco y oro alquilado, junto a sus padres, el banderillero y su compañero novillero Juan de la Rosa, de paisano.
Aquel verano de Loren Pallatier

Aquel verano de Loren Pallatier

En sus vacaciones de verano en Salou, este pintor francés se aficionó a los toros y probó suerte durante dos temporadas como novillero sin caballos

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Viernes, 11 de agosto 2017, 00:16

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Aunque su abuela había visto toros allá por el año 1925 en Sevilla, en su familia no había afición taurina, pero fueron sus veranos en Salou, donde a Loren Pallatier le entró el ‘gusanillo’ por la tauromaquia. Allí, mientras disfrutaba de las vacaciones junto a sus padres, se familiarizó con los llamativos carteles de colores que anunciaban a las figuras de aquellos años finales de los sesenta y principios de los setenta, y con los coches con altavoces que recorrían las calles y las avionetas que sobrevolaban sobre las playas tarraconenses promocionando los festejos en la Cataluña taurina. El joven francés empezó a visitar las plazas de la zona viendo torear a diestros como José María Manzanares, El Cordobés, Dámaso González, El Niño de la Capea, Palomo Linares y tantos otros diestros que despertaron en el joven galo los deseos de emular las hazañas de esos héroes vestidos de luces. A ello contribuyó el hecho de que sus vecinos de veraneo fueran familias procedentes de ciudades tan taurinas como Pamplona, Logroño o Zaragoza y que cada verano, cuando viajaban en coche desde París hacia España tenían que pasar por la región de la Camarga, tierra de toros, donde Pallatier tuvo su primera experiencia delante de una vaca, con 14 años, en Fontvieille, donde ganó 50 francos como premio al mejor capotero. «Es el único dinero que gané en los toros», recuerda ahora con una sonrisa.

Loren Pallatier

Nacido en París en 1960, pasó los veranos de su niñez en la provincia de Tarragona. Con 18 años se vino a España a probar suerte en el toreo; con 21 regresó a su país natal, hasta que en 1983 se instaló en Sevilla como pintor. Hace cinco años se compró una casa en Benalmádena con vistas al mar y cerca de África, continente que le fascina.

La idea de ser torero fue germinando en la cabeza de Loren Pallatier en los largos inviernos en París, donde cada semana iba a un quiosco de la Rue de la Pompe a comprar la revista ‘El Ruedo’, hasta que se lo dijo a sus padres, quienes sólo le exigieron tres cosas, especialmente su padre, un periodista que abrazó el humanismo con tal fuerza que llegó a aprender esperanto: hacer la selectividad, sacarse el carnet de conducir y hablar dos idiomas. Cuando cumplió los 18 años y con los deberes familiares hechos, cogió su hatillo y se presentó, con su pendiente en la oreja izquierda que le daba un toque ‘punky’, en la Escuela de Tauromaquia de Madrid que dirigía Enrique Martín Arranz y donde coincidió con jóvenes alumnos, que luego serían toreros, como Lucio Sandín, Julián Maestro y José Cubero ‘Yiyo’.

Sin embargo, la rigidez de la vida en la escuela taurina, donde estaba interno, y el ímpetu de buscar nuevas aventuras –propio de un joven de dieciocho años– le hizo abandonar el centro, coger su viejo coche dos caballos y vivir la experiencia de ser maletilla en Salamanca, donde conoció a Juan de la Rosa, del que se hizo inseparable. Comenzó entonces la carrera de ‘El Rubio de París’ como novillero sin caballos por las plazas de las provincias castellanoleonesas; poco después se cambió el nombre artístico al de ‘Lorenzo del Yelmo’, la traducción de su nombre: Laurent Pallatier D’Aumé.

«Aquellos dos años entre 1979 y 1981 fueron muy intensos, especialmente los veranos. Íbamos a los pueblos a torear un novillo y por la noche a la fiesta con la gente del lugar. El Pitu, que era mi apoderado, nos intentaba controlar, pero éramos jóvenes y disfrutábamos de la vida y de la tauromaquia», rememora el pintor francés mientras toma un café en el Bar Flor, junto a la plaza de toros de La Malagueta.

Fue en 1981 cuando Loren Pallatier se dio cuenta de que el toreo no era lo suyo y regresó a París, donde compaginó sus trabajos como pintor –desde niño ya pintaba– con labores como monitor de esquí en invierno y de vela en verano (se aficionó a la náutica y hoy tiene un catamarán en el puerto malagueño). Pero en 1983 decidió de nuevo liarse la manta a la cabeza y volver a España. Concretamente a Sevilla, donde se matriculó en la Escuela de Artes y Oficio para perfeccionar sus cualidades innatas para la pintura. Un campo en el se especializó profesionalmente en las pinturas de temática taurina, que tuvieron mucho éxito especialmente en su país natal. Una ocupación que le llevó a entrar en contacto con el mundo del toro sevillano –cuajó una gran relación con Manolo Vázquez y su familia–, a ser dibujante de la Maestranza hispalense desde los años noventa, ‘matar el gusanillo’ del toreo actuando en el campo o en festivales –el último fue hace unos años en Sanlúcar de Barrameda, donde cortó una oreja– o crear las toreografías (trazos con las muletas impregnadas en pintura) y la reutilización de los trajes de luces en collage.

«Íbamos a los pueblos a torear un novillo y por la noche a la fiesta con la gente del lugar»

En 2012 se vino a vivir a Benalmádena buscando el mar. En las últimas cinco ediciones ha sido el encargado de decorar La Malagueta para la Corrida Picassiana. Loren Pallatier, que afirma ser un enamorado de España «donde quiero morir» y tiene un hijo de 14 años, Leo, suele repetir que su viaje es el inverso al realizado en su día por Pablo Ruiz Picasso, quien de Málaga se fue a París y él de la Ciudad del Amor ha terminado en la capital de la Costa del Sol. Aunque ama la pintura, el artista galo suele repetir una frase: «Hubiera cambiado diez carreras de pintor por una de matador de toros, aunque fuera de segunda». Y es el que el sueño de ser torero aún vive en la mente de este francés enamorado de Málaga.

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