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Ida Villadsen, en una de las entradas de Malaca Instituto. :: fernando gonzález
La danesa que le pone más acento guiri a Pedregalejo

La danesa que le pone más acento guiri a Pedregalejo

Ida Villadsen se vino de Copenhague a Málaga tres meses para aprender español, y medio siglo después más de 60.000 alumnos lo han estudiado en su academia, un negocio a toda máquina muy unido al de El Galeón, «nuestra oficina»

JOSÉ VICENTE ASTORGA

Domingo, 4 de febrero 2018, 00:58

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Sobrevivir sin apenas ingresos a la entrada para cinco pisos en Echevarría «con un jamón que nos regaló mi suegra, 50.000 pesetas en el bolsillo y un seat 127» retrata a dos ambiciosos y pobres recién casados y su incapacidad. Ella trataba de echar el freno al ímpetu especulador del marido. Salieron del trance pero Ida deja los detalles del relato para un capítulo de las memorias que está preparando. La nórdica que más huella ha dejado en Pedregalejo es la extranjera pionera de las escuelas de español en Málaga. Tuvo una infancia feliz y una juventud bajo lluvia fina de ilustres de la vida escandinava que pasaban por la casa familiar, donde probó en una carrera diplomática antes de la aventura española. «Yo he visto en mi jardín la maqueta de la ópera de Sidney», recuerda algunas imágenes de adolescente, cuando su padre trabajaba con Jørn Utzonm, el autor del mítico edifico. Aquella gran villa del selecto barrio de Frederiksberg -«abierta y hospitalaria» -tenía esos atractivos, «aunque estuviera cerca de un antiguo y precioso cementerio». La casa estaba abierta, sin embargo, al mejor futuro para ella y sus tres hermanos, que reunían allí al calor de la buena mano de su madre en la cocina a decenas de amigos con cualquier pretexto.

No era una vida exactamente bohemia pero sí un lugar donde élite y diversión empezaron a tener más motivos los veranos una vez que el jardín contó con aquella piscina que el trío infantil arrancó al padre. «Pero la tenemos que hacer entre todos», impuso. Nadie rechistó. «Tuvimos que quemar la poda para poder cavar el suelo congelado. La gente, cuando nos veía trabajando para abrirle camino a la excavadora, creía que nos estábamos haciendo un refugio nuclear», se remonta Ida a los trabajos de una primavera de los 60, en plena guerra fría. «La idea del refugio era perfectamente posible porque mi padre estaba continuamente haciendo cosas. Hizo hasta una camioneta desde cero con la que mis padres han viajado en vacaciones a España y que ahora mi hermano mantiene», asegura la mayor de la casa, que pudo haber retornado a su confortable origen la primera vez -y fueron varias- que las cosas se le torcieron en España, pero sólo volvió para reunir algún dinero con el que iniciar nueva vida en Málaga. Aquí prefirió levantarse cada vez que tropezaba en los negocios junto a aquel profesor de español que conoció a los dos días de llegar y con el que se casaría dos años después.

«Aunque siempre he tenido ideas de negocios, me he hecho empresaria a mi pesar, porque no puedo pensar en dejar una cosa que se empieza. Yo no abandono; antes me muero», justifica una resiliencia a prueba de deudas que, como las obras de reforma, siempre le han acompañado en sus escuelas. No paró hasta conseguir aquel viaje a Málaga para redondear el aprendizaje de un idioma que ya dominaba escrito y leído gracias a su trabajo en una empresa de exportación e importación. «Cada vez que decía que me iba a España, me subían el sueldo», explica los conatos de un intento que se hizo real aquel verano cuando aterrizó en Málaga por culpa de aquel minúsculo anuncio de una academia que su madre -lectora de periódicos- detectó en el diario 'Politiken'. «En Madrid cogí sin saberlo un tren correo que tardaba 12 horas y pude mantenerme gracias a gente tan amable que me daba trozos de su comida», describe el choque de aquel 1 de agosto del 70 entre el caos ibérico y su memoria nórdica.

«Me he hecho empresaria a mi pesar, porque no puedo dejar una cosa que se empieza»

Chirriaba el tren y también en su casa la decisión suya de viajar a la España de Franco, aunque el problema vendría unos años más tarde cuando murió: «Dejaron de venir muchos extranjeros para aprender español», lo que aprovechó para hacer cuatro años de Filosofía y Letras, «y con buena nota». En los primeros años no tenía firma en los bancos, un problema de ser mujer agravado por su 1,95 de presencia guiri para guardar el dinero que reunió en Dinamarca ayudando a su padre, en un supermercado y dando clases. «Ahorré diez mil coronas, cien mil pesetas, y con eso empezamos el negocio en una academia -Cari Idiomas- que unos extranjeros abrieron de manera ilegal. Nos quedamos con los cuatro alumnos que dejaron tirados», se remonta a la primera apertura a la que se sumaría otras dos hasta llegar, a mediados de los 80, a la sede actual, Malaca Instituto, un edificio en Cerrado de Calderón que iba para hotel y acabó en un internado bastante perjudicado al que la renovación ha convertido en minicampus.

Aventura arriesgada

«Me hubiera gustado tener hijos. Mi vida hubiera sido otra», responde sobre las alternativas ante un relevo que aún no está en su agenda. La compra a plazos de la sede de la mayor escuela de idiomas de Málaga y una de las grandes del país por la que pasan al año unos 2.000 alumnos y trabajan más de 60 profesores fue su aventura económica más arriesgada. También con la que rozó la catástrofe de más peso, ya separada: «El ICO me había concedido 90 millones de pesetas, pero Banesto estaba en la operación y en aquellos días fue intervenido. Me salvó el aval de una persona cercana». El mítico bar El Galeón navegaba sin problemas. Había sido otra idea del tiempo conyugal en pleno auge del negocio de idiomas. La zona cero de intercambio local y europeo sin erasmus era «nuestra oficina», el centro de recepción de nuevas remesas de alumnos los domingos. «Aquello era mucho trabajo para mí: la barra, la cocina, así hasta la madrugada. Era yo o El Galeón, no podía más, así que al medio año de abrirlo vendimos la mitad a un danés, marino mercante, que había sido alumno nuestro», justifica la deserción del buque insignia de una flotilla hostelera donde Metrópolis y el Casablanca eran otros puntos calientes en el puchero cosmopolita de Málaga.

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