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MARIELA MARTÍNEZ
Domingo, 18 de septiembre 2016, 01:01
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El texto del evangelio de hoy a primera vista nos puede parecer incomprensible. ¿El fin justifica los medios? ¿Acaso el Señor ensalza la corrupción? Al administrador se le han entregado unos bienes para gestionar. Él está dispuesto a perder algunos de los beneficios que estos puedan proporcionarle para conseguir un bien mayor: saberse en relación con otros, crear relaciones de comunión. No se puede formar parte del Reino que proclama la fraternidad universal y estar rompiendo esa fraternidad desde la praxis del acaparamiento que impide que otros hermanos vivan con dignidad. La parábola termina con tres enseñanzas que ayudan a desmenuzarla, entre las que destaca la imposibilidad de servir a dos señores: a Dios y al dinero. Ser esclavo en la antigüedad implicaba pertenecer a la esfera de aquel a quien se servía, tener una adhesión total. No se puede pertenecer a ambas realidades a la vez, porque se apegará a uno y despreciará al otro. El contraste odiar-amar no discurre tanto en la línea emocional, cuanto en una escala de valoración comparativa, por lo cual odiar significa "amar menos que a". La comparativa amar-odiar se podría traducir por "atender" y "desatender". O se sirve al Dios que quiere fraternidad entre todos sus hijos de manera que ninguno pase necesidad, o se sirve al interés económico que provoca enormes injusticias y desigualdades sociales. La común-unidad del Reino nos exige compartir los bienes. «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno» (Centesimus annus, 31).
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