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María Luisa rema en una barca en un parque de Viena. Al final terminaron bañándose «por el calor».
Cuando en Interrail no se podían hacer ‘selfies’

Cuando en Interrail no se podían hacer ‘selfies’

Julio de 1977. María Luisa se colgó su mochila acompañada por una compañera de facultad para disfrutar de la aventura de sus vidas: un viaje por Europa por Interrail. Con 19 años, ambas eran menores de edad para una época sin móviles ni Facebook, y con los recursos limitados. ¡Pero vaya si valió la pena!

Ana Pérez-Bryan

Miércoles, 24 de agosto 2016, 00:13

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Puede que hoy, donde a cada momento puede hacerse el seguimiento del viaje de turno de los colegas en mil y una redes sociales, resulte más que lejana la aventura aquélla en la que alguien se despedía en una estación de tren y ya no se sabía más de él hasta la vuelta. Como mucho una postal, o un par de llamas a la semana después de hacer cola en la cabina de teléfono. ¿Las recuerdan? Y eso si había suerte y te daban las monedas. Clic, clic... Pues en ésa se embarcaron hace casi 40 años, en julio de 1977, dos jóvenes universitarias que por no tener no contaban ni con la mayoría de edad de la época, fijada en los 21. María Luisa Gómez y su compañera de facultad, Juana Arrabal, tenían 19, el permiso de sus padres y la absoluta certeza de que ese viaje de Interrail que habían preparado a conciencia con mapas y guías, llamadas de teléfono y recomendaciones del boca a boca nada de Internet marcaría un antes y un después en los álbumes de fotos de sus vidas. Y así fue.

Hoy las dos siguen siendo amigas. Y siguen pasando como algo extraordinario las páginas en blanco y negro de aquel catálogo impagable de recuerdos. «Fue inolvidable, agradeceré eternamente a mis padres que me dejaran vivir aquella experiencia». María Luisa echa la vista atrás delante de un té con hielo en una cafetería de Teatinos, a apenas un puñado de metros de la facultad de Filosofía y Letras de la UMA donde hoy les sigue recomendando a sus alumnos «que lo hagan». Que se embarquen en el Interrail, que acaba de cumplir 45 años convertido en el símbolo romántico e iniciático de miles de jóvenes como ella. Porque María Luisa lo sigue siendo.

Basta con escucharla hilvanar un recuerdo tras otro. El boli y la libreta apenas dan para más, pero el relato es delicioso. Sobre todo por la inocencia con la que se vivían algunas cosas que ya han sido devoradas por la velocidad de los nuevos que no malos tiempos. Nunca mejor dicho. «Salimos de Málaga a las cinco de la tarde y llegamos a Barcelona a las cuatro de la tarde del día siguiente en un compartimento para seis personas». María Luisa y Juana durmieron en los asientos porque no había fondos para el coche litera. Ambas habían planificado el viaje sin lujos porque el «auténtico regalo era el viaje en sí». «Aunque la verdad es que fue una heroicidad aguantar un mes entero con el dinero que llevábamos», recuerda la profesora entre risas, a quien incluso su presupuesto dio para volver «con algún regalo». De Barcelona partieron a Portobu y de allí a Roma, donde llegaron «agotadas» después de casi 48 horas de viaje. En la Estación Termini se dirigieron al convento que habían reservado para dormir, «pero no había sitio». Y eran las diez de la noche. «¡Imagina la cara que nos verían las monjas que nos llevaron a otro convento que tenía una habitación enorme, cerca del Vaticano!». Primer regalo (inesperado) del viaje. Y primera enseñanza que María Luisa ha aplicado para el resto de su vida viajera: «Desde entonces nunca llego de noche a una ciudad, y lo primero que hago es ir al hotel a dejarlo todo. Luego ya, a disfrutar, pero con la tranquilidad que tienes un sitio al que volver».

Y si el Vaticano les había cortado, literal, la respiración, el nudo fue aún más grande en Venecia. La huella fue tal que, con el paso de los años, María Luisa quiso volver a una de sus iglesias para casarse con su novio, Javier: llegaron a pedir permiso por escrito al patriarca de la ciudad pero no hubo respuesta, así que tuvieron que conformarse con el viaje de novios.

Después de Italia vino Suiza, Austria y Francia. Y París. Otro nudo. Allí echaron una semana entera de las cuatro que tenían proyectadas. Les faltó Europa del Este «porque necesitábamos visado y no lo llevábamos». Demasiada frontera para una época en la que había que bajar del tren en cada país para pasar con el pasaporte por la garita de turno y seguir el viaje. Aquello no lo ha olvidado María Luisa, que aún hoy se sorprende con «los que no valoran la libertad de movimiento que hemos conseguido en Europa y quieren volver atrás». En su caso, ni para coger impulso. Tampoco les frenaron los años convulsos que vivía Europa en los 70: «Hoy hay mucho miedo con los ataques terroristas, pero en aquel tiempo también teníamos lo nuestro: estaban las Brigate Rosse en Italia, que ponían bombas en los trenes, o los Baader Meinhof en Alemania».

María Luisa y Juana se enfrentaban, a su modo, a problemas más cotidianos, como la administración del presupuesto. «Llegamos a dormir en pasillos, en garajes o en el suelo de un gimnasio», recuerda. Tampoco hubo para queso y chocolate en Suiza, aunque para eso llevaban el generoso fondo de mochila que habían preparado sus madres a base de latas de atún. Para variar el menú, María Luisa apostó por «una lata de estofado que estaba muy bien de precio en un supermercado en Viena. ¡Cuando ya la había probado unos amigos me avisaron de que era comida de perro!». Más risas. También para aquel baño en un lago que compartieron con cuatro chicos a los que habían conocido en el viaje, y que María Luisa resolvió enfundándose en un llamativo chubasquero antes del remojón: la escena acabó con el ataque de una «mamá cisne» que nada alrededor con sus polluelos y que confundió a María Luisa con otra cosa. Aquella hubiera sido una buena foto para compartir en redes sociales. Pero eran otros tiempos...

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