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Jonathan, que prefiere ocultar su rostro, en la sede de CEAR en Málaga, donde tramitan su petición de asilo.
Jonathan, refugiado en Málaga: «Volver a Venezuela es firmar mi sentencia de muerte»

Jonathan, refugiado en Málaga: «Volver a Venezuela es firmar mi sentencia de muerte»

Este periodista de 29 años huyó de su país cuando una compañera le denunció por opositor. Entre las represalias, quitarle un tratamiento médico del que depende su vida

Ana Pérez-Bryan

Miércoles, 15 de junio 2016, 00:34

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Recuerda aquellos tiempos relativamente estables en los que su familia podía elegir en las bodegas (las pequeñas tiendas) de su ciudad entre cuatro o cinco tipos de mahonesa o varias marcas de arroz. Cuando su padre, un comerciante hecho a sí mismo, traía a casa telas y cajas de fruta. Cuando vivía otra vida que nada tiene que ver con la de ahora y la gente «podía prosperar si trabajaba». «Es como si fuera la historia de otra persona», dice entre susurros.

Jonathan no da su apellido aunque sí su edad (29), y se aferra a aquellos pequeños lujos en ese ejercicio de autodefensa tan humano de quedarse en lo pequeño para no hundirse en lo grande. Para no recrearse en que cuando huyó a Italia llevaba cuatro meses sin probar el arroz y un año y medio sin llevarse una manzana a la boca, aunque lo que duele en ese momento no es el estómago, sino el alma. Porque antes era un universitario con toda la carrera por delante y ahora sólo aspira a llegar, en el corto plazo, a la meta de convertirse en un refugiado político porque ya no puede volver a su Venezuela natal: «Sería firmar mi sentencia de muerte». Lo dice entre lágrimas, con la herida aún abierta de haber dejado allí a los suyos y con la certeza de que esa muerte a la que alude es más que probable. Y no sólo por las represalias de un régimen que se ha convertido en el «centro de todo y que ha traído un odio y una tensión insostenibles incluso dentro de las mismas familias», sino porque en su caso parte de la presión política consistió en retirarle el tratamiento médico que lo mantenía en una situación más o menos estable. Sin él su vida corre peligro. Por no hablar de la otra amenaza.

Aquello vino apenas unas semanas después de que una antigua compañera de facultad denunciara ante las autoridades de su ciudad, a apenas dos horas de la frontera colombiana, que era opositor. «No es tan raro, allí se denuncian entre vecinos e incluso entre familias», lamenta Jonathan, que estudió periodismo y que consiguió, tras las prácticas, un puesto temporal en el servicio de comunicación de un organismo vinculado al gobierno. Pasar por esa inmensa estructura laboral que bebe de la revolución es una de las escasas opciones que quedan para mantenerse a flote: «Inmediatamente te tienes que afiliar al partido de la revolución, pero yo me hice el loco y conseguí esquivarlo. Me investigaron a partir de una enorme base de datos desde la que controlan si alguna vez has firmado algún manifiesto contra el gobierno o participado en una protesta, pero ahí yo estaba limpio», explica Jonathan. En su perfil de Facebook, sin embargo, quedaba el inoportuno rastro de algunos post de su época universitaria en la que claramente se había posicionado contra el régimen, primero el de Hugo Chávez y luego el de Nicolás Maduro.

Así que las redes sociales terminaron por ahogarle. Cuando su jefe lo llamó a su despacho para informarle de que había sido denunciado todo fue muy rápido: primero le bajaron el sueldo a la mitad de 4.500 bolívares al mes, que al cambio son cinco o seis euros, a poco más de 2.000, a los dos o tres días llegó el despido y luego «todo lo demás». Corría marzo de 2015, y en poco más de un año Jonathan se vio obligado a digerir a marchas forzadas los capítulos de una historia que termina (o que sigue) en Málaga, donde espera que le tramiten la petición de asilo que cursó hace dos semanas.

Lo hizo de la mano de CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado), a la que llegó gracias a un amigo y que en la actualidad atiende a Jonathan y a otros paisanos suyos. Cuentan que el repunte de historias similares ha sido muy importante en los últimos años y que va a más el número de ciudadanos venezolanos que piden asilo. El de este joven periodista no un caso aislado, pero sí representativo por el hecho de que ha sido uno de los primeros solicitantes de asilo en ocupar una de las plazas que CEAR ha habilitado en la zona de la Victoria tras el acondicionamiento de varios apartamentos propiedad de Cáritas. Allí se espera que se vayan incorporando en los próximos días otros refugiados del cupo europeo, sobre todo de nacionalidad siria, pero hasta que el Ministerio no proceda al reparto oficial, desde este organismo se da respuesta a la situación, a veces límite, de otros que llegan por otras fronteras, como el CETI de Melilla.

Jonathan lo hizo en autobús desde una ciudad cercana a Venecia, adonde sus padres lo enviaron para alejarle de los problemas que comenzó a acumular cuando fue denunciado por opositor. «Estuve durante unos meses cuidando de una persona mayor que pertenecía a una familia de conocidos, pero mi estado de salud seguía empeorando por la falta de tratamiento», relata el joven. El origen de su problema el físico, no el político hunde sus raíces en un grave accidente que sufrió con apenas 10 años y que le ha dejado importantes secuelas en una pierna a pesar de las operaciones a las que ha sometido.

La última y definitiva intervención quirúrgica debería haber llegado en su país natal y en el corto plazo, ya que formaba parte de un programa con el que el gobierno de Maduro le iba a ayudar a costear los 3.000 euros necesarios. Esa cantidad es aún más inasumible en un país donde el sueldo medio ronda los diez euros al mes, pero sin un apoyo explícito a la causa de la revolución no hay ayudas. A Jonathan lo quitaron de la lista a los pocos días de ser denunciado por su compañera, aunque a su calvario médico se une otra enfermedad crónica para la que necesita un tratamiento específico.

«Ahora estoy mucho mejor», celebra este solicitante de asilo que a la semana de llegar a Málaga lo hizo en diciembre ya tenía asignado su médico de cabecera. Ahora, Jonathan invierte toda su energía no sólo en recuperarse, sino también en cumplir con los cursos de orientación e inserción laboral que durante seis meses le proporciona CEAR y que le permitirán una vida autónoma una vez que deje su plaza en el apartamento que comparte con otro ciudadano de Honduras. «Me encantaría ejercer mi profesión», admite este profesional de la comunicación que sin embargo se fija retos más cercanos. O lejanos, según se mire, porque ahora todos sus desvelos están centrados en Venezuela, donde su familia afronta otra situación angustiosa.

Jonathan va recibiendo la información a cuentagotas, pero en cantidad suficiente como para saber que el hermano menor de su madre se enfrenta a una pena de prisión de entre cuatro meses y ocho años por hacer cola para conseguir algo de leche de continuación para su hija de do años. «Sí, por hacer cola para conseguir leche», repite despacio queriendo poner todo el peso del delito de su tío en algo que en Venezuela ha dejado de ser extraordinario. Y lo explica: «Le tendieron una trampa por organizar los puestos de la fila cuando una amiga le pidió ayuda. Una mujer que estaba allí los animó a que lo hicieran para que no se formaran tumultos y resulta que era una guardia nacional encubierta», añade Jonathan, en cuyo país ya está prohibido por decreto presidencial ordenar estas listas de espera para evitar la estampa de personas esperando para poder comer. «Pero así es», zanja el joven antes de permitirse una última reflexión, casi inevitable: «La situación de España, hoy, es la de Venezuela en el año 99, con un pueblo cansado de los dos partidos dominantes y una alternativa de cambio que ofrece al pueblo un paraíso novedoso. Pero eso no existe. Nadie regala nada sin esperar algo a cambio»...

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