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Su pasión por la arquitectura le había obligado a soñar su tierra en la distancia. Jorge Gómez Varo, el aparejador malagueño que permanece sepultado bajo los escombros del edificio donde trabajaba tras el terremoto que sacudió México el pasado martes, tuvo que hacer la maleta desde muy joven para labrarse un prometedor futuro en su profesión.
El pequeño de cinco hermanos (tres varones y dos mujeres), nació y se crió en el barrio de Pedregalejo, junto a los Baños del Carmen, donde ha vivido siempre su familia. Los dos mayores estudiaron en el colegio San Estanislao, mientras que él y sus hermanas lo hicieron en La Asunción. Allí practicó una de sus mayores aficiones, el baloncesto. «Es un chaval fuerte, deportista. Siempre ha sido un polvorilla», comenta su hermano Alejandro, que es 13 años mayor que él y con el que comparte otra de sus pasiones, la Semana Santa. Jorge pertenece a la Hermandad de Viñeros y a la Archicofradía de la Expiración.
Al terminar el instituto, se marchó por primera vez de Málaga para estudiar la carrera en Sevilla. Con el título de arquitecto técnico bajo el brazo, se vio obligado a hacer de nuevo las maletas y se trasladó a Menorca contratado por Ferrovial. Tras un par de años, la empresa lo envió a Ciudad Real, donde pasó otra temporada. Luego decidió cambiar de aires y volver a su ciudad, donde trató de emprender algunos negocios.
No se quedó por mucho tiempo. Hace tres años, con los treinta recién cumplidos, fue contratado por la consultora gallega Valora para levantar de la nada una oficina en México. Su trabajo consiste en montar tiendas dentro de los centros comerciales. «Donde se construye uno, ahí va él», relata su hermano. Los planes de expansión de la compañía en Sudamérica lo obligan a viajar a Argentina o Miami, entre otros destinos.
En España había dejado, además del terruño y la familia, a su novia Irene, una psicóloga malagueña que entonces vivía en Madrid. Cuando el proyecto de Jorge en México se asentó, la joven de 29 años decidió dejar su trabajo y mudarse con él, aunque no tardó en encontrar un empleo en una empresa naviera. Residen en el barrio de Polanco, una buena zona para vivir donde hay más seguridad –«me decía que no le daba miedo coger la bici de madrugada si tenía que hacerlo»– y menos densidad de población. «Son felices allí, pero echan mucho de menos Málaga», afirma Alejandro. De hecho, vienen cada vez que pueden y planean comprarse un piso en el Centro histórico. «Estuvieron aquí entre el 5 y el 22 de agosto. Nos vimos bastante. Organizamos un almuerzo con todos los hermanos y los primos, y mi mujer y yo estuvimos comiendo con ellos el día antes de que se marcharan», añade su hermano, con el que está siempre en contacto por WhatsApp, donde le manda fotos de sus obras.
El martes, al enterarse de la catástrofe, Alejandro escribió un mensaje a su hermano. Al ver que no le respondía, le envió uno a su cuñada. «¿Problemas con el terremoto?». Ella contestó al rato: «Ha sido horrible, pero todo bien». El seísmo sorprendió a la joven yendo hacia el trabajo de Jorge. Su novio estaba entre los desaparecidos en el derrumbe del edificio de la calle Álvaro Obregón.
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