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El Asa de la Caldera, un piropo hecho piedra.
MUDANZAS Y PERMANENCIAS

MUDANZAS Y PERMANENCIAS

Para cualquier malestar del espíritu recomendamos con entusiasmo detenernos en el paisaje al que la Alameda se asoma y hasta se columpia en sus intrépidos balcones

A. GARRIDOESCRITOR

Lunes, 13 de noviembre 2017, 01:38

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Engullidas, devoradas se dirían las estaciones por esa feroz, voraz y más que dramática mudanza climática que tenemos encima. Y es que los humanos, cada uno con nuestra ración de culpa a cuestas, quién lo duda, tenemos lo que nos merecemos.

Nada más que por dicho dislate, cuasi desaparecido anda ese mediador entre rigores y templanzas que es el otoño. Y bien que añoramos sus imprevistos chaparrones, oro con todos los quilates para los campos; su legión de nubes, tan curiosas como viajeras, transformando por momentos la plenitud del paisaje, o la inquietud de sus bandadas de hojas, ya huérfanas de árboles olvidados, dadivosamente cubriendo, con dorado y crujiente manto, las grietas y defectos del suelo, que por doquier vemos en nuestra ciudad: en calles, plazas y Alameda; más que necesitada esta última de un arreglo para remediar los desarreglos que dejaron tantas descuidadas instalaciones de tribunas, tenderetes, exposiciones y demás festejos, que siempre le tocó a la pobre pechar con la que nadie quería.

Para cualquier malestar del espíritu, sin embargo, recomendamos con entusiasmo, sin ir más lejos, ya que estamos en nuestra sufrida y universalmente conocida Alameda, detenernos en el paisaje al que, sin ningún temor, ella se asoma y hasta se columpia en sus intrépidos balcones.

No sabemos hasta cuándo, pero todavía, fuera del tumulto de dispares voces y de la babel de los idiomas que asiduamente la llenan, nuestra Alameda tiene remansos a los que acogerse para envolver a uno, como deleitoso amparo, en una paz y en los pliegues de un silencio cada día mas difícil de hallar. Aquí, la mirada encuentra pocas mudanzas y sí la inmanencia de una naturaleza que también se refugia en lo suyo, para que haya algo que sin estar a la deriva nos sostenga.

El paseo de los Ingleses es uno de esos lugares, de silente atmósfera, en el que uno parece estar no ya fuera de ruidos y malsanos vapores, sino del mundo. En esa sucesión de desusadas imágenes que entre hondones, picachos y desnudas rocas que captan nuestra mirada, surge con inusitado vigor esa extraña formación, capricho de la naturaleza, que es el Asa de la Caldera.

No hay noticia, o la ignoramos, de quién pudo denominarlo tan certeramente. Lo cierto, que una caldera es el valle. No en reposo sino en constante ebullición, con sus pródigas huertas, su cantarino río, de lo más sosegado tras el titánico esfuerzo anterior, sus manchones de olivos, y la geometría de sus sembrados. Y como tal, necesitada anda ese recipiente, vasto de contenido y de generosas luces, de ese simbólico y huero asidero; tal vez, pensamos, por si alguna vez, huyendo de tantas horrendas piscinas y construcciones que a mansalva lo degradan, hubiera de recurrir, un día no muy lejano, a él: a la búsqueda de otros lares, Guadiaro arriba, donde lo mimen más, con más cariño, que nosotros hacemos.

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