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Idígoras y el vino

El humorista gráfico de Sur trasiega en su pregón de la Fiesta de la Vendimia de Mollina vivencias, cultura, humor y anécdotas infantiles

Idígoras

Sábado, 9 de septiembre 2017, 00:12

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Yo pasé la infancia en un pueblo de pescadores. Mi casa estaba tan cerca del mar que, en ocasiones, las olas se limpiaban la espuma en mi felpudo. Mollina no existía en mi mundo. Al norte de los montes del pueblo, para mi mente de seis años, todo era un mundo desconocido, por tanto fantástico, donde convivían las tribus vikingas con Don Quijote, los dragones dibujados en mis cuentos con Van Gogh y otros pintores que miraba asombrado en los libros de mi padre. Todos vivían juntos en el Norte. Mi universo real era el Rincón de la Victoria, hoy más parecido a Manhattan que al que me sirvió de escenario en la niñez. Mollina no existía, como tampoco Arizona o Munich, Mollina me esperaba desde el Reino de lo fantástico, junto a Toro Sentado, que cabalgaba por la Sierra de la Camorra, y a Beckenbauer, que era el defensa central titular del Club Deportivo Mollina. Son las ventajas de lo imaginario.

Lo que sí existía era el vino, y justo al lado de mi habitación. Pared con pared se hallaba la taberna del “Quitapenas”, donde los marengos acudían a celebrar una buena pesca o a consolarse de una mala jornada, mientras desde la playa los vigilaba el ojo fenicio de su jábega. El dueño del Quitapenas tenía un nombre con mucho sentido: Moisés. Al igual que el Moisés bíblico separaba las aguas del Mar Rojo, el Moisés rinconero separaba el vino de la taberna en barriles, según su clase y procedencia. Yo iba a menudo a jugar con la máquina de petacos cuando me daban un duro por hacer algún “mandao”. Me gustaba ver a Moisés garabateando con tiza la suma de los moscateles en la barra, y a mí me habría gustado ser tabernero para poder dibujar piratas en vez de hacer cuentas.

Siguiendo con la Biblia, y con los pescadores que cambiaban el agua de la faena por el vino del Quitapenas he de decir que mi padre, entonces médico del pueblo, se ha entretenido en calcular los invitados a las Bodas de Caná, dato no citado en el Evangelio de San Juan, en el que leemos que, agotado el vino, María pide auxilio a su hijo, porque no puede haber un convite sin un buen caldo.

El único dato que conocemos es que había allí seis tinajas de piedra. Jesús ordenó llenar las tinajas con agua, para convertirla en vino. En cada tinaja cabían dos cántaros, de manera que tenemos doce cántaros. El cántaro tenía capacidad para cuarenta litros, por lo que el Dr. Rodríguez Cabezas, padre del pregonero, al multiplicar doce por cuarenta, deduce que se llenaron los recipientes con 480 litros, que divididos por los tres cuartos de litro que suele albergar una botella, da un total de 680 botellas. Imaginemos que cada comensal había consumido dos botellas. Es decir, dividiendo 680 botellas por dos, obtenemos que el número de invitados a las Bodas de Caná fue de 340.

Lo que tampoco cuenta el Nuevo Testamento de San Juan, ni siquiera mi padre, es que el vino más aclamado de los que se sirvió en tan famosa boda, tal como demuestra un pergamino recientemente hallado en una remota cueva de Galilea… ¡Era de denominación de origen de Mollina! Vale, esto último me lo he inventado, pero a ver quién es el guapo que demuestra lo contrario. Ya decía el poeta Keats que “Lo que la imaginación percibe como belleza, debe de ser la verdad”.

La fantasía es libre. También se ofrece en la Ópera de Rossini “La Cenicienta” –y esto sí es cierto- un magnífico premio al que más vino de Málaga fuera capaz de beber, lo cual explica el misterio sobre por qué el príncipe del cuento es incapaz de reconocer a su amada y ha de recurrir al truco de ir probando el zapatito de cristal de muchacha en muchacha, tal sería la real cogorza de su Alteza.

Mollina empezó a existir en mi mente alrededor de mis quince años. Hay lugares que van siempre asociados a una persona. No podemos pensar en Alpandeire sin imaginarnos a Fray Leopoldo, y en cuanto se nos nombra Transilvania nos aparece el siniestro Conde Drácula Mollina lo asocié pronto a mi amigo Fernando, mollinato de pro, al que el azar quiso situar, durante tres años, como compañero de banca en el colegio. Nos compenetrábamos bien, él era un hacha en Historia y a mí me gustaba la literatura, así que me chivaba en los exámenes la invasión napoleónica y yo le pasaba a escondidas en un papel las obras de Buero Vallejo. Los pueblos de tus amigos son como pueblos suplentes de los propios, por si desaparece, por si un ovni lo abduce o cae un misil de Kin Jong Un y te quedas sin pueblo. El pueblo de Fernando era mi pueblo suplente. Me trajo por primera vez en unas vacaciones, con el saco lleno de todo el tiempo del mundo, a jugar a los arqueólogos en no sé qué paraje del campo mollinato. Me aseguraba que sólo escarbando un poco en las tripas de la tierra, como hacíamos con las coquinas en la orilla de la playa del Rincón, aparecerían cuchillos neolíticos y vasos romanos en tal cantidad que podríamos haber colocado la cubertería para los 340 invitados de las Bodas de Caná. Sin embargo, lo único valioso que apareció por allí fue María, la hija de unos emigrantes que volvían al pueblo cada verano desde Cataluña, que llegó conduciendo su bici, con sus ojazos azules. Fernando y yo no nos batimos en duelo por ella porque, afortunadamente, no encontramos cuchillos neolíticos con los que luchar.

Vine algunas otras veces, la última a dar una charla, enviado por mis amigos de la Asociación de Voluntarios de Oncología Infantil, sobre niños, magia y risas, al Ceulaj, una especie de ONU campesina, una torre de Babel donde los jóvenes hablan todos los idiomas con ese acento que tenéis en Mollina tan característico, ese acento que es la suma de todos los acentos, como

sucede en cada cruce de caminos. Porque Mollina está en medio de todos los caminos, seguramente el que inventó Mollina la puso ahí donde está por no saber decidirse qué sendero coger de cuantos salen de aquí. Por eso me dice Fernando que por aquí pasó todo el mundo: Seguramente Julio César cuando decidió que le sobraba un Pompeyo en el Imperio, quizá Asdrúbal, para decirle cuatro palabritas cartaginesas a Escipión, puede que los Reyes Católicos y, si no atravesó Mollina Phileas Fogg, el protagonista de "La vuelta al Mundo en 80 días", fue por no entretenerse en la Feria de la Vendimia y poder llegar a tiempo a Londres y cumplir su reto.

Es habitual que lo fantástico ocurra cuando, como en Mollina, tan cerca de Granada, Málaga, Sevilla y Córdoba, se juntan los caminos. Fue en una encrucijada, por el Mississippi, donde cuenta la leyenda que Robert Johnson, hasta entonces un mediocre guitarrista de blues de comienzos del siglo pasado, se encontró al diablo, que le ofreció un pacto: Le convertiría en el mejor músico de su tiempo a cambio de disponer de su alma. Así sucedió, cuando el maligno tomó su guitarra y la afinó, Robert Johnson se convirtió en un virtuoso y hoy aparece destacado en todos los libros sobre jazz e incluso en algunos pregones de la vendimia.

Fue en otro cruce que se dividía en muchos otros en el que, en el aún más disparatado País de las Maravillas, la Alicia del cuento dialoga con el gato de Chesire y le pregunta por el camino que ha de tomar. El gato respondió:

-Eso depende en gran parte del sitio al que quieras llegar.

-¡No me importa el sitio...! -dijo Alicia.

-Entonces, tampoco importa mucho el camino que tomes -dijo el Gato.

-Siempre que llegue a alguna parte -añadió Alicia.

-¡Oh! Siempre llegarás a alguna parte, si caminas lo suficiente -aseguró el gato.

Así que desde este cruce de caminos en el que nos encontramos, podemos llegar a donde deseemos porque, todos esos caminos que llevan a Roma salen de Mollina, del País de las Maravillas o del Mississippi. José Bergamín decía que "Málaga limita al Norte con el Océano Glacial Ártico, al Sur, con el Océano Glacial Antártico, al Oeste con el Mar del Japón y al Este, otra vez con el Mar del Japón", de manera que desde aquí tenemos al mundo al alcance de la mano.

Sobre el vino sólo he contado aquella embriaguez del aire en el interior del Quitapenas de mi infancia, con olor a moscatel con salitre que inundaba la taberna mientras yo me afanaba en conseguir en la máquina de petacos una bola extra. Sabréis perdonarme la osadía de cantar al vino sin ser entendido, pero con el vino me pasa como con el cosmos, me gusta mirar las estrellas, fantasear con constelaciones nuevas mientras uno los astros con líneas imaginarias, inventar cuentos de extraterrestres… pero, parafraseando a Wodehouse: “ Con todo lo que ignoro sobre astronomía se podría llenar una biblioteca”. Algo parecido me sucede con el ajedrez: disfruto jugando, pero desconozco cómo se hace la apertura siciliana y mis movimientos en el tablero tienen más de humorista que de estratega, así que siempre me ganan por k.o. Esto mismo me sucede con el vino, nada mejor que una buena botella cuando sale uno a comer con amigos, pero no sé bien qué decir cuando toca elegirla. Siempre hay uno de ellos que conoce el año de la cosecha, que sabe si deja un regusto a tomillo silvestre en la punta de la lengua, si su aroma recuerda a vainilla del Oeste del Nepal y el nombre de la prima materna del señor que fabricó el corcho. Tengo para mí que algunos tienen más imaginación que sensibilidad en las papilas gustativas y pienso en el Cuarto Milenio de Iker Jiménez, tiendo a sospechar que se están inventando todo.

En cuestiones de vino sigo al verso que Aleixandre dedicó a un amor: “¿Saber es conocer? No te conozco y supe”. Yo no conozco pero sé de vinos, que a saber y a sabor sólo una letra los separa, y si sé es porque tengo lo esencial para disfrutar de una buena copa, tengo amigos. Cantaba Nicanor Parra: “¿Hay algo, pregunto yo, / más noble que una botella / de vino bien conversado/ entre dos almas gemelas?” Y le añado yo que alrededor del vino se gemelizan las almas y se difuminan las diferencias en favor de lo que une, lo cual me recuerda lo que aquel Papa bueno, Juan XXIII le dijo al jerarca de otra religión, seguramente tras trasegar alguna copita: “Si sólo nos separan nuestras ideas, bien poca cosa es”. El poder de vuestras bodegas que he visitado esta mañana vivamente interesado, razón a la que hay que achacar si me trabo en la lectura, acerca tanto a las personas que, como dejo escrito mi padre, que vuelve a aparecer, citando el verso de Narciso Díaz de Escobar: “Una moza, una guitarra / y un chato de moscatel / hicieron en media hora / un andaluz de un inglés”.

A vosotros que trabajáis con los pámpanos, sarmientos y almijares; que atendéis a vuestras botellas con el mismo cuidado que tiene el que mete en ellas barcos de miniatura; que seleccionáis las uvas con el mismo cariño que el de las madres cuando eligen las doce más pequeñas del racimo para que su hijo no se atragante en las campanadas de Nochevieja; que catáis cada nuevo vino que elaboráis con el mismo mimo que tiene quien atraviesa el desierto y prueba un sorbo de su última cantimplora; a vosotros os considero hoy un poco colegas

míos. Vosotros y yo, que tengo la suerte de poder pagar la hipoteca intentando dibujar una sonrisa en el lector que se topa con mi viñeta en el periódico, queremos que el ser humano sea algo más alegre en este planeta tan neurótico que nos ha tocado. Igual que no puedes odiar a aquel con quien acabas de reír, tampoco puedes odiar a aquel que eliges para compartir una botella de vino. La sonrisa es signo de civilización como lo es el vino. El griego Tucídides cinco siglos antes de Cristo, lo explicó: “Las gentes del Mediterráneo empezaron a emerger del barbarismo cuando aprendieron a cultivar el olivo y la vid”. El sentido del humor es lo contrario al barbarismo, así que no iba yo muy desencaminado en la comparación. Fue por estas tierras por donde el mítico rey Habidis, Rey de los cunetes, hijo y nieto a la vez de Gárgoris, el primer recolector de miel de la historia, descubrió que tras sembrar la tierra, al cabo del tiempo brotaban lechugas, cebollas y berenjenas, como si bajo sus pies vivieran enterrados los duendes fabricantes de la magia. El duende más revoltoso se encargó de la vid.

Y ya que apareció Tucídides, sigamos con los griegos. En un cruce de caminos no podía faltar la visita de Hércules, que se dirigía a hacer uno de sus doce trabajos por estos lares. Antes de rematarlo tuvo la ocurrencia de quebrar un gran dique que halló a su paso creando el desfiladero de Los Gaitanes. Para entonces, nuestro héroe ya era aficionado al tinto, y dicen que para su primer trabajo, matar al león de Nemea, fue el vino el que le dio fuerza suficiente para estrangularle. Y eso cuando aún no estaban de moda los nutricionistas, ni había barritas de cereales ni complementos vitamínicos. Aquí en Mollina fue encontrada el Ara dedicada a Hércules, quién sabe si fue él el que trajo aquí el arte de los caldos, no olvidemos que su suegro era el mismísimo Baco, el Dios de la cooperativa planetaria vinatera.

Me cae simpático Hércules, yo le dibujaba mucho de niño en los tebeos que hacía para regalar a mis amigos, allá por mis ocho años, en la época en la que ocurrió un hecho que cambió mi forma de ver las cosas. Hago de nuevo otro flashback para regresar a mi casa del Rincón, en la linde con el rebalaje del Mediterráneo. Un buen día llegó al pueblo una persona que para mí era doblemente enigmático. Para empezar, era chino –días después supe que en realidad era japonés, pero para un niño de 8 años, no había mucha diferencia- y era el primer asiático que yo veía en mi vida, que antes era una cosa de mucha sorpresa encontrar uno. Además, y para mí más insólito todavía, era pintor. Yo nunca había visto un pintor en persona, ni chino ni de ninguna otra parte del mundo, y eso que los pintores que conocía por las láminas eran mis héroes: Goya, Modigliani, Toulouse-Lautrec… El azar, quiso que el pintor japonés se parara justo entre mi casa y la playa, haciendo esquina con nuestra conocida taberna “El Quitapenas” y colocara allí su caballete y su lienzo, mirando hacia el mar. Pero había algo que fallaba en la mente del japonés, algo que yo no podía entender. No sé precisar el mes en el que ocurrió

aquello, pero sé que no era verano, porque el Merendero Ortíz –antes se les llamaba merenderos a los chiringuitos-, ya había sido desmontado hasta la próxima temporada y lo que quedaba de él era un esqueleto de hierros y algunas maderas que se quedaron colocadas allí sin orden ni concierto, como si el que las llevaba al almacén se hubiera cansado antes de tiempo. Pues bien, el pintor, del que aún recuerdo su nombre: Kota Taniuchi, tuvo la extraña ocurrencia de ponerse a pintar justo delante de aquella ruina de merendero. Yo pensaba que el tal Kota estaba un poco tonto, porque aquello tan feo le estaba tapando el mar, tan grandioso y tan pintable, que si hubiera movido el caballete dos metros a la izquierda o dos a la derecha, podría verlo sin que nada se lo tapara, pero resultó que lo que quería pintar el japonés era precisamente aquel merendero tan averiado y descompuesto. Estuvo allí tres días, yo salía del colegio y volaba por las calles del pueblo para no perderme ninguna pincelada, no me separé de él ni un minuto. Poco a poco iba ocurriendo un milagro, el merendero que iba apareciendo en su lienzo cada vez iba siendo más maravilloso y yo acabé convencido de que era el cuadro más bello de la historia de la pintura universal. Los pescadores, de vez en cuando salían del Quitapenas con el vaso en la mano, se acercaban, entornaban algo la mirada y regresaban a su refugio, creo que ellos ya comprendían, sin saber nada de pintura, lo que aprendí con aquel personaje misterioso: que la belleza puede encontrarse en cualquier cosa, hasta en la más insignificante, que a veces sólo hay que mirar de otra manera, entornando los ojos… o achinándolos. Pienso que los pescadores de mi pueblo entendían a Kota Taniuchi, como lo entenderían los agricultores del vuestro. Todos sabéis por experiencia que el cantor Brassens tenía razón cuando dijo que “El mejor vino no es necesariamente el más caro, sino el que más se comparte”, y puede que el vino se parezca a aquel merendero destartalado que cautivó la mirada de un artista, pero compartido tras la pesca en el Quitapenas, o tras el trabajo al sol en el campo en cualquier bar de vuestro pueblo, si no alarga la vida, sí que la ensancha. Un vaso de vino encuentra la belleza en las pequeñas cosas, y no en el sentido de la frase del gran Groucho: “Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: Un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…”

Ahora que estoy terminando, y aunque no es de buena educación pedir que a uno le inviten, os digo: invitadme más veces, invitadme a beber en vuestras bodegas sin miedo a pasarme por tener que dar un pregón, invitadme a hacer el cartel de la Feria de la Vendimia, invitadme los días anteriores, que quiero vivir lo que cuenta en su novela “Vendimiario de Plinio” Francisco García Pavón refiriéndose a Tomelloso: “En estos pueblos uveros, los días antes de la vendimia la gente está como el que se va a casar, con no sé qué desazón y hormiguillo. Miran y remiran al cielo. A lo mejor a media noche se desvelan creyendo que truena. Y a cada poco van a la viña

a ver si las uvas siguen en su sitio. Los viejos entran y salen a los jaraíces, acarician las prensas y destrozadoras en espera, y palpan las barrigas de las tinajas como si temiesen el aborto”.

Invitadme porque este pueblo es un poco mío, y más después de hoy, como lo fue del poeta Muñoz Rojas, que aunque no eligió donde nacer, sí eligió morir en Mollina. Y que cantó a la vid: “Traiga la vid su gozo y su revuelo

En las campiñas traigan los trigales,

Que ya son nuestros panes celestiales

Y nuestros vinos son sangre del cielo”.

Cuando el cambio climático empuje la marea hacia el Rincón y se convierta en un pueblo sumergido habitado por boquerones y medusas, invitadme, recordad que este es mi pueblo suplente.

¡Muchas gracias y feliz vendimia!

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